Haacke lleva la burbuja inmobiliaria al Reina Sofía
Detrás de la obra de arte está el artista. También el galerista. El director de museo. Y el comisario. Y el patrono de la fundación del museo. Y el accionista de la galería. Y el intermediario. Y el director de una feria de arte contemporáneo. Y el alcalde que inaugura ufano la exposición del artista. Y los amigos del alcalde. Y el consejero delegado de la empresa que patrocina la exposición. Y esto es un entramado que el público no suele conocer, ni tiene por qué conocer si lo que persigue es solo obtener placer con el arte. Aunque hay quienes opinan que el arte, además de al placer, puede llevar a la reflexión, incluso a la indignación. Gente curiosa a la que le va la marcha y quiere saberlo todo: cómo, cuándo, dónde, por qué y gracias a quién se cuecen las cosas en torno a las obras de arte y su exposición pública, en torno a las obras de arte y su relación con el poder. Para esa fauna ávida de información, Hans Haacke es el hombre.
Una especie de híbrido furioso entre el artista y el periodista de investigación, Haacke (Colonia, 1936) lleva algo así como medio siglo tocando las narices de gente importante, y así le va, o así le fue. Paradoja andante en el mercado del arte, su estela se sitúa en el epicentro de una contradicción perfectamente explicable: un creador que persigue corroer y resquebrajar los pilares del sistema y de sus dueños y, al mismo tiempo, un creador altamente cotizado en el propio sistema (galeristas, ferias de arte, coleccionistas...). No había más que oírle ayer, en vísperas de Arco: “¿Obras mías en Arco? ¡Le tengo dicho a mi galerista que no puede haber una sola obra mía en una feria!”.
Como su apuesta por desempolvar aquello que le huele mal es visceral e innegociable, este electrón libre a medio camino entre el arte, la antropología, la sociología, la economía y el urbanismo ha tenido varios incidentes con responsables de museos a lo largo de su carrera. Pero se empeñan en seguir invitándole, sabedores de que meten al diablo en casa. Que se lo digan al que fuera director del Guggenheim de Nueva York, Thomas Messer, quien en 1971 censuró y canceló la exposición de Haacke acerca de las posesiones inmobiliarias de dos multimillonarios de Manhattan, Sol Goldman y Alex DiLorenzo. Haacke había establecido y documentado el recuento de los edificios propiedad de los dos empresarios. Messer alegó que aquello no era arte. Un centenar de artistas protestaron por la censura y anunciaron que nunca más expondrían en el Guggengheim. A la policía de Nueva York sí que le interesó el tema: acabó investigando a Goldman y a DiLorenzo por presuntas relaciones con el hampa de Manhattan.
O que se lo digan también a los responsables del MoMa: nunca aceptaron las feroces cláusulas incluidas en los contratos que Haacke establece con sus clientes: derecho a controlar la forma y el lugar en que se exponen sus obras y derecho —en el caso de sus tratos con galeristas— a percibir un porcentaje de la ganancia sea cuando sea la venta. O a los gerifaltes del imperio tabaquero Philip Morris, a quienes masacró en su obra "Cowboy con cigarrillo" (1990), reacción furibunda contra el mecenazgo por parte de la compañía de una exposición dedicada a Picasso y Braque en el MoMa. O incluso a los directivos de la Fundación Miró de Barcelona, que en 1991 descartaron la exposición que, bajo el título "Obra social" acabó recalando cuatro años después en la Fundación Tàpies...
Lo dicho, el diablo en casa ha metido Manuel Borja-Villel, comisario de la exposición "Castillos en el aire", un verdadero tributo al compromiso y a la evolución de un artista que, en palabras del director del Reina Sofía, “no critica ni denuncia, solo constata”. Pero visto lo visto en las salas del Reina, queda claro que constatar es, según en qué casos, denunciar. Haacke lo hace con saña, aunque todo elegantemente expuesto, y con infinitas dosis de sarcasmo.
En una de sus visitas a Madrid, hace dos años, Hans Haacke —que buscaba tema para su inmersión en el reina Sofía— descubrió el surrealista universo del Ensanche de Vallecas en la confluencia con la Gran Vía del Sureste. Allí vio, atónito, un barrio inmenso de bloques de apartamentos vacíos unas veces, inacabados otras, un barrio “absolutamente desierto donde no te cruzabas con nadie, aunque estaba perfectamente señalizado y lleno de parques infantiles”, todo ello vertebrado por calles con nombres como —atención— calle del Arte Conceptual... calle del Arte Expresionista... calle del Arte Minimalista... calle del Arte Pop o calle de Eduardo Chillida. “Aquella visión fue la chispa de esta exposición, la relación directa entre la ruina y el mundo del arte”, explica Haacke, que pidió recorrer en una furgoneta aquel mundo imposible para rodar un travelling que ahora se proyecta en una gigantesca pared del Reina Sofía.
En la sala de al lado, el auténtico castillo en el aire: centenares de hojas simples y registros de la propiedad de todas esas viviendas muertas en vida, retoños de promotoras en quiebra ahora inmortalizadas por el artista en fotos (más de 2.000) y en imágenes, acompañado y ayudado por la profesora de Urbanismo Silvia Herrero y por la arquitecta paisajista Ana Méndez.
Los matojos creciendo entre los desconchados, edificios inmensos o estructuras roñosas de lo que tenían que haber sido edificios inmensos, fantasmas de hormigón, terroríficas sirenas varadas en el universo del absurdo y lo especulativo. Y en esto llegó Hans Haacke.