Cuando el arte es pura mercancía
Si nos dejásemos guiar por los catálogos de Sotheby's o Christie's, se diría que la crisis no ha afectado al mercado del arte. Los Warhol, Judd, Twombly y, por supuesto, Picasso, Miró o Giacometti siguen siendo valores seguros y sus precios alcanzan de continuo cifras estratosféricas. Sin embargo, si nos situamos a pie de calle, constatamos el difícil momento por el que pasan, al menos en nuestro país, numerosas galerías y artistas. Al igual que ocurre en la esfera de las grandes finanzas, es evidente que también en el terreno del arte asistimos a una creciente divergencia entre el mundo (minoritario) de las grandes colecciones y aquel otro que gestiona un intercambio más directo. El «retorno» de la especulación en la práctica artística o en la investigación estética es prácticamente nulo. Los pingües beneficios que de aquélla se derivan no suelen recaer en los creadores y los estudios que habitualmente acompañan a las obras ofertadas en las subastas no tienen una finalidad crítica, su objetivo es aumentar el valor económico de las piezas. Estamos, pues, ante un tipo de transacción que no genera comunidad ni conocimiento, sólo dividendos.
Tradicionalmente las galerías han sido el espacio de mediación entre la obra de arte y el coleccionista, fuese este privado o público. Y, muy a menudo, los marchantes han desempeñado un papel esencial en la trayectoria de sus artistas. Por ejemplo, la evolución de Jaspers Johns, su lugar en la escena americana, sería impensable sin Leo Castelli. Y no podemos olvidar la importancia de Metro Pictures para toda una generación de autores que renovó la escena artística en el Nueva York de inicios de los ochenta. Ahora bien, del mismo modo que los dispositivos de exposición y circulación a los que respondía el arte moderno de la primera mitad de siglo son muy distintos a los que se generalizaron a partir de la irrupción del Fluxus, Minimalismo o Arte Conceptual, las formas de intercambio no permanecen fijas y establecidas de una vez para siempre. En las últimas décadas, las galerías y centros de arte se han ido resituando conforme al momento actual, desarrollando funciones que antes les eran extrañas y que se alejan del espacio autónomo, aislado de la sociedad.
Las cosas no van a volver a ser como eran. Esa es la lección que nos enseña la gran crisis por la que atraviesa nuestra sociedad. Vivimos en un cambio de época y el imperativo de buscar un nuevo paradigma es ineludible. La disparidad de calidad que se observa en las subastas entre las obras clásicas de la modernidad y un buen número de piezas contemporáneas refleja las contradicciones de un mercado para el que el arte es ante todo una mercancía. Las grandes figuras modernas (Mondrian, Matisse, Malevitch, etc) se han convertido en meras marcas que pueden ser intercambiadas por otras de dudoso valor estético, como Hirst o Koons. Todas ocupan un ranking similar en el mercado. Está en nuestras manos favorecer los nuevos modos de hacer y, sobre todo, reconocer la perversidad de un sistema cuyo objetivo principal es la especulación y cuyo desarrollo conlleva el debilitamiento de lo que le hace especial: la creatividad, esto es, aquello que es capaz de generar nuevos mundos y formas de relación.