El rastro de Juan Gris
En el Madrid nublado de este final de noviembre la mancha más viva y más verdadera de color es un vestido rojo de mujer pintado por Juan Gris. Juan Gris vuelve a las banderolas publicitarias y a los paneles laterales en las paradas de autobús, a la ciudad de la que se marchó en 1906, con 19 años, y a la que ya no regresó nunca. Se fue a París no porque quisiera triunfar en la pintura sino para escapar del reclutamiento que lo habría llevado a la carnicería de la guerra infame de Marruecos. Se fue llamándose José Victoriano González Pérez y después de haber estudiado brevemente con el pintor de cuadros históricos Moreno Carbonero, pero en la huida, como es propio de los fugitivos, procedió a una inmediata simplificación. Prescindió de todos los oropeles postizos de la pintura académica igual que de todo su ramaje onomástico, y se llamó Juan Gris en virtud del mismo principio que lo llevó a afiliarse al cubismo.
Lo que Picasso y Braque fundaron en la misma época en que él llegaba a París y empezaba a ganarse malamente la subsistencia ilustrando revistas se convirtió para Juan Gris en su residencia imaginativa y visual permanente, su ética y su estética, el centro de su vida. Después de unos pocos años fulgurantes Georges Braque eligió más o menos convertirse en decorador de interiores. A Picasso lo tentaron muy pronto los lujos y los halagos del gran mundo, y de cualquier modo su desmesura inventiva lo llevaba más hacia la expansión que hacia la persistencia o el recogimiento. Juan Gris tuvo una vida mucho más corta que Picasso o que Braque, y por lo tanto menos tiempo para cambiar o para amanerarse, pero en él había como una obstinación innata, esa forma peculiar del talento que se recrea en la concentración y se fortalece en los límites, y que suele llevar consigo una propensión al retiro gustoso y ensimismado del mundo.
Renegaba de una España hostil al arte moderno; se veía a sí mismo como heredero de una cierta tradición francesa que iba de Chardin a Cézanne, y en el último año de su vida había empezado los trámites para hacerse francés. Pero en las fotos tiene una recia cara española, una masculinidad seria casi con tosquedades antillanas, y en su pintura, más allá del cubismo, está esa sencillez más evangélica que ascética de los bodegones de Sánchez Cotán, las mesas con vasos y platos de barro y manjares populares rotundos del joven Velázquez.
A algunos pintores muy entregados a la materialidad del oficio les gusta fingir que no se saben explicar por escrito o que no están familiarizados con la literatura. Juan Gris leía muy cuidadosamente a sus contemporáneos franceses, y a través sobre todo de su amistad con Vicente Huidobro conocía muy bien la literatura moderna que se escribía en español. Ya muy enfermo, uno de sus últimos trabajos gráficos fue una ilustración bellísima para la portada del número que la revista Litoral dedicó a Góngora. En una carta a Vicente Huidobro, escrita en aquel español contaminado de francés que se le fue agravando con los años, le hace una observación sobre unos poemas que Huidobro le había mandado que es tan valiosa para la literatura como para la pintura: “Cuanto más una imagen está basada en algo corriente o vulgar más fuerza y más poesía ella tiene”.
Juan Gris murió con cuarenta años, en 1927, con la melancolía de que su nombre no fuera conocido en España y de que incluso en París su estética se hubiera quedado rápidamente atrás, relegada al anacronismo por las fugacidades de la moda, que entonces imponía la ortodoxia surrealista. En otra carta expresa el estupor de quien nota que se queda al margen de su propio tiempo: “A la gente le encantan los despliegues de caos, pero a nadie le gusta la disciplina y la claridad”.
Ahora esa mujer de vestido rojo pintada por Juan Gris está en los paneles publicitarios de las calles, y uno de los placeres de este otoño en Madrid es seguir el rastro de este pintor que temió volverse invisible, que parecía destinado a una penumbra de segundón, el que viene detrás de los que más brillan, el underdog, por usar la sórdida palabra americana. Quién va a fijarse en Juan Gris existiendo Picasso, existiendo Braque. Pero en él hay algo que los otros dos no tienen: “La pureza de corazón de desear una sola cosa”, dice Kierkegaard, la capacidad de roturar un espacio limitado del mundo y quedarse en él, no excluyendo hurañamente todo lo demás, sino conteniéndolo todo, comprimiéndolo, a la manera de Giorgio Morandi, de Thelonious Monk, de Torres García o de Emily Dickinson.
El cartel del vestido rojo anuncia la colección cubista de la Fundación Telefónica, en la que hay unos cuantos juan gris que cortan el aliento, que lo sumen a uno en un estado hipnótico de contemplación. El cubismo era una habitación cerrada y Juan Gris abrió en ella una ventana. Los grises y tierras del Picasso cubista estallan en ese rojo de la Cantante de Juan Gris, con sus rizos art déco que riman con las formas ceñidas por el vestido y con las volutas de hierro del balcón que hay tras ella. La ventana puede dar al mar o a unas colinas sumarias, a un cielo azul por el que pasan a veces nubes tan ordenadas como las de un cuadro de Magritte. En la Fundación Telefónica una luz bien medida deja que resalten por sí mismos los colores de esa Fenêtres aux collines que uno mira como asomándose a ella, frente a la claridad que alumbra una habitación en la que la solidez de las cosas es compatible con sus metamorfosis: las rayas listadas de la ventana se transforman en líneas de un libro abierto que a su vez contagia sus ángulos a la caja de una guitarra y a las esquinas de una mesa.
De la ventana abierta a las colinas se tarda poco más de media hora en llegar a la otra gran ventana de Juan Gris que se abre en Madrid, que está en esa sala dedicada exclusivamente a él en el Reina Sofía. Las olas del mar son líneas blancas sinuosas sobre un azul idéntico al azul del cielo. Un velero es un simple triángulo blanco. Las cuerdas de la guitarra y las líneas del libro y las del periódico y las estrías de la madera de la mesa y las olas del mar se corresponden como rimas asonantes.
Pero ahí no acaba el rastro: en la Fundación Lázaro Galdiano hay ahora mismo un dibujo de Juan Gris que pertenece a la colección de Leandro Navarro. A su lado, un dibujo de Morandi. Los habrá juntado a propósito Lola Jiménez-Blanco, que ha organizado esa exposición y que editó hace unos años meticulosamente en español las cartas de Juan Gris, un caudal limpio de amor por el oficio de la pintura. Sentarse a leerlas en un banco del jardín de la Lázaro Galdiano es una buena manera de continuar en reposo la búsqueda.
Colección Cubista de Telefónica. Fundación Espacio Telefónica. Gran Vía, 28. Madrid. Coleccionismo al cuadrado.
Fundación Lázaro Galdiano. Serrano, 122. Madrid. Hasta el 7 de enero de 2013.