El renacer del Rijksmuseum
Tras una década de obras, el 13 de abril reabre el emblemático museo de Ámsterdam. Los arquitectos sevillanos Antonio Cruz y Antonio Ortiz han dirigido la ambiciosa rehabilitación
pasado una esponja por la silla, a la que han sacado brillo, y le han cepillado y trenzado las crines. Durante 10 años han alejado del pasto al Rijksmuseum (Museo Nacional), en Ámsterdam, haciéndolo desaparecer de ese establo —Tate, Met, Mori— que es la plaza de armas internacional de los museos públicos que experimentaron un lavado de cara. El equipo que se encuentra tras esta catedral neogótica retocada que alberga tesoros holandeses, coloniales e internacionales está listo para su reapertura, para mostrar lo que han hecho, cómo lo han hecho y por qué les ha llevado tantísimo tiempo.
Nuestro guía es Taco Dibbits, una dínamo que viste un bonito traje azul marino, tiene el pelo como Bowie y es director de colecciones (camina rápido y habla rápido; hay que intentar mantenerse a su nivel). La primera parada es el vestíbulo principal, actualmente un patio abierto que ha sido restaurado, retechado y repensado por Cruz y Ortiz, arquitectos sevillanos. Seguro que la firma sabe bastante sobre luz, ya que han transustanciado un día decente de invierno en Holanda en algo parecido —en términos pictóricos— a una Anunciación, tal es el chorro de luminosidad que nos recibe. Y sí, es una especie de renacimiento.
Buzos en acción
“Ahora hay tanta luz; mentalmente es muy distinto”, dice Dibbits mirando hacia el techo de cristal y hacia las dos enormes lámparas de araña arquitectónicas que evocan esculturas de Sol LeWitt y consiguen que este enorme claustro no parezca a punto de irse flotando a la deriva. “Sí”, dice Dibbits, “impiden que nos sintamos como hormigas”. Nos habríamos sentido menos como hormigas hace 10 años en estos patios cuando se limitaban a estar a ras del suelo. El equipo cavó por debajo del nivel del mar para encontrar más espacio y altura, lo que inspira a Dibbits un aforismo holandés en relación con el problema de construir en tierra recuperada (estaba claro que tenía que haber una): “En los Países Bajos, enseguida que clavas una pala en el suelo necesitas un marinero, no un albañil”. (Había mucha agua: hay fotos de buzos con perforadoras resolviendo el asunto del suelo).
Ahora, sin embargo, nos encontramos en unas gradas suaves y cóncavas de piedra portuguesa supervisadas por un par de nuevos pórticos minimalistas que dan empujoncitos teatrales a las paredes del honesto original neogótico de Pierre Cuyper. Es un espacio central contemporáneo y señorial donde la gente se dará cita, hará acopio de fuerzas y pasará un rato en el patio cubierto más grande de Ámsterdam, cumpliendo lo que muchos vaticinan que será la pieza clave de los museos en la época de las pantallas y los auriculares y el entretenimiento que mira hacia uno mismo. “Los museos prosperan porque son unos espacios sociales estupendos”, dice Dibbits, de pie junto a un desnudo de bronce envuelto de modo excéntrico en las ataduras de colores fluorescentes de los transportistas. “Miras a la gente, la gente te mira a ti y también te fijas en el arte. Un triángulo perfecto”.
¿Qué arte verá esta gente que mira a otra gente? Bueno, ya se sabe: escultura medieval, pintura del XVII, artes decorativas del XVIII, un poco de todo lo del XIX, minimalismo y modernismo del XX, el movimiento zero, piezas románicas, barroco, manierismo, gótico, renacimiento, rococó, clasicismo, arte italianizante, art nouveau, impresionismo, romanticismo, bronces, bodegones, arte asiático, artefactos de iglesias del siglo XI, ornamentos funerarios chinos de jade que datan del siglo III antes de Cristo, Vermeer, Van Gogh, Rembrandt, objetos de plata, yelmos de samuráis, espadas ceremoniales, porcelanas de Meissen, cerámica de Delft, un orinalito, un traje de buzo con pies de plomo, maquetas de barcos, faros y zapatos. “Sí, bueno, menos es más”, dice Dibbits. ¿Menos? Sí, porque a pesar de todo se podrán ver menos obras expuestas que hace 10 años. En la inauguración habrá 8.000 objetos distribuidos en 80 galerías, elegidos entre el millón de piezas que conforman la colección. “Realmente ha sido un caso de ‘deshazte de tus juguetes”, dice Dibbits. Por suerte, al director de las colecciones aún le quedan 992.000 juguetes con los que entretenerse.
El ritmo y la teatralidad con los que un museo exhibe su colección, las caras familiares y las sorpresas añadidas, las exposiciones temáticas y las yuxtaposiciones son, en este caso, obra de Dibbits y de su tropa de comisarios: cada uno supervisa un siglo de las galerías principales, agrupadas cronológicamente. (A Dibbits le tocó el siglo XVIII, el mejor, ¿no? Todo lo de Rembrandt y Vermeer, el Siglo de Oro holandés... “Bueno, era mi especialidad”, dice con una sonrisa). La colección ha sido reorganizada por completo y se colgará de manera distinta; el único cuadro que permanecerá en el mismo sitio —orgulloso de su lugar— será el icono del Rijksmuseum: La ronda de noche, de Rembrandt. “Todo el edificio es un templo para este lienzo, y La ronda de noche se halla en el altar mayor”, dice Dibbits mientras nos situamos frente al hueco expectante de donde colgará.
La ronda de noche es un cuadro acerca de los holandeses, pero apreciado por todo el mundo. Es un cuadro sobre ciudadanos que toman las armas y resisten para proteger su ciudad. Las milicias civiles, con sus ropas elegantes, podían ser tanto farmacéuticos o abogados como mercaderes o de la clase que encargaba obras a los artistas. A pesar de que los Países Bajos fuesen una monarquía, el cuadro celebra lo burgués y el enorme lienzo se halla colgado en este atractivo museo a 10 minutos del lugar donde los mercaderes vivían y pagaban para que el arte se produjera, y donde se compraba y exponía originalmente durante ese Siglo de Oro. Los Países Bajos son un pequeño mundo.
Se decidió que el Siglo de Oro permaneciera en las paredes, el baño dorado en los detalles, lo ornamental en los marcos. El interior fue repensado por un francés llamado Jean-Michel Willmotte, que diseñó la decoración, la pintura, las luces y el emplazamiento de las obras. Aquí, una vez más, estos 10 años han conseguido un enfoque nuevo. No hay ni una tira de papel de pared de terciopelo rojo en el recinto, ni una guirnalda ni un bastidor. El énfasis se ha puesto en una estética limpia y despejada acerca de la cual Dibbits bromea considerándola “la regla de las 50 sombras de gris”. Los colores olvidados de los viejos maestros explotan al contrastar con sus alrededores plomizos y las esculturas se exponen como si fueran un regalo (en papel de envolver gris) más que como algo que ha de ser protegido. Las vitrinas están hechas de vidrio italiano ultratransparente, y las colecciones especiales de artes decorativas y objetos se exhiben satisfaciendo a Willmotte y su deseo de que esta parte del museo parezca “una joyería”. Por supuesto, se invierte un montón de esfuerzo en hacer que las cosas parezcan tan fáciles. El olor de la pintura, el zumbido de las sierras y el parloteo de las radios de los trabajadores dan fe de la madre de esta obra entre todas las obras; de los cimientos que se hallan bajo los finos atuendos.
Irma Boom es una diseñadora gráfica holandesa célebre por sus publicaciones: monografías de artistas y libros de diseño, todos ellos objetos preciosos e inusuales. Boom ideó la señalética del Banco Rothschild de Londres, pero, aparte de eso, es nueva en el juego de otorgarle una identidad visual integral a uno de los museos más famosos del mundo. “El Rijks es muy valiente”, dice en su estudio de Koninginneweg mientras juguetea con algunos de sus objetos más preciados, que pronto se venderán en la tienda de regalos del museo —un bolígrafo Bic, cuadernos de notas, un paraguas plegable— y que llevarán su nuevo logo del Rijksmuseum, con su tipografía y diseño especiales producidos solo en blanco y negro.
¿O debería escribirse Rijks Museum? El logo de Boom tiene un espacio entre las dos palabras. Uno no pensaría que un espacio fuese a hacer enfadar a alguien, pero en Holanda así ha sido. Los medios de comunicación holandeses se llenaron de quejas y de respuestas ante lo horrible y maravilloso creado por Boom. “Pensé que todos me matarían por el ‘Ay’ [la amalgama de las letras I y J en el logo], pero en cambio todo el mundo se enfadó un montón por lo del espacio: ¡qué horror!”. Posiblemente sea la marca de una sociedad civilizada el hecho de que un cambio en el modo en que se presenta una palabra pueda despertar tantas pasiones, pero ha servido como aviso para Boom en relación con el reto que ella y todos los encargados de relanzar el viejo Rijksmuseum tienen en sus manos. Lo mejor de todo son las deconstrucciones de Boom de las obras más conocidas del Rijks, en forma de simples rayas de color que se aplican tanto en lo que el museo comunica como en su merchandising.
De vuelta al viejo edificio se ve uno nuevo que ha brotado en su terreno. El pabellón asiático, dice su comisario Menno Fitski, es un “edificio bastante pequeño en un rincón del jardín del museo”. Es también un maravilloso contraste de paredes blancas con respecto al edificio principal del Rijksmuseum, también diseñado por Cruz y Ortiz.
La selección de objetos asiáticos vale en sí un viaje a Ámsterdam. Fitski admite que es el plato fuerte de una colección relativamente pequeña compuesta por 365 piezas que están comisariadas con tal humanidad, inteligencia y sentido del hallazgo, y con un ritmo tan natural, que dan ganas de caminar durante todo el día alrededor de los inmensos y terroríficos guardianes del templo japonés, de los budas ligeramente inquietantes y de la cautivadora colección de quimonos. Fitski es como un niño de exquisita educación y de voz dulce en una confitería, con una fluidez maravillosa en relación con los artefactos y la arquitectura.
“Mira qué escalera tan espléndida”, dice. “Es como un guante blanco que te ayuda a salir del carruaje”. Así es que, 10 años después, el viejo caballo de batalla es demasiado orgulloso como para tirar de un carruaje, y hace bien. En sus nuevas caballerizas, con su colección actualizada de obras de arte bellamente iluminadas y comisariadas con la mirada puesta en la sorpresa y, quizá, con una ceja ligeramente arqueada, ha renacido como un purasangre. El Rijksmuseum es embriagador, nítido y ha sido bien pensado. Es, en cierta medida, una muestra nada ostentosa de una serie de obras espectaculares. En definitiva, es holandés.