Lo que España dejó llevarse al Met
Gran parte de la donación que el estadounidense Leonard Lauder ha hecho al Metropolitan de Nueva York esta semana fue ofrecida al Gobierno en los ochenta.
Al tiempo que el pasado martes el Metropolitan Museum de Nueva York anunciaba a bombo y platillo un hito en su solemne historia, una mujer, en España, se tiraba de los pelos. La noticia era que Leonard Lauder, de 80 años, heredero del imperio de cosméticos que creara su familia con el nombre de su madre, Estée Lauder, cedía su codiciada colección de pintura cubista —78 cuadros de Picasso, Juan Gris, Georges Braque y Fernand Léger— al centro.
La rabia era cosa de Carmen Giménez: la mujer que en el año 1983, como encargada del Centro Nacional de Exposiciones —hoy académica de Bellas Artes—, visitó Basilea (Suiza) invitada por el heredero de Douglas Cooper, gran coleccionista anterior a Lauder del movimiento cubista, para ver si le interesaba parte de los cuadros que hoy componen la donación al Met, valorada en más de 1.100 millones de dólares (839 millones de euros).
Al final, fue Leonard Lauder quien se los llevó a casa… En unos días, este multimillonario estadounidense no verá al entrar a su apartamento de Manhattan Cabeza de mujer, esculpida en 1909 por Picasso. Tampoco, sobre la cabecera de su escritorio en el despacho colgará Mujer sentada en un sillón, dos de las obras que más admira Carmen Giménez y que, años después, para preparar una de las exposiciones cruciales sobre el malagueño vistas en España, Picasso black and white, pudo degustar en casa del propio Lauder.
Ambos serán mostrados en las galerías que el Met prepara con mimo para albergar dichas obras a partir del otoño de 2014. Una aportación que, según el francés Philippe de Montebello, quien comenzó las conversaciones con Lauder cuando era director del museo, convertirá al centro en “una referencia mundial del movimiento”.
Montebello, que dejó su cargo en 2008, empezó a conquistar al coleccionista hace cerca de 10 años: “El legado de Lauder viene a ser sin duda el más valioso del mundo en este campo. Es obligación del responsable de un museo de la talla del Metropolitan hacer saber a personas así que nos interesa su colección”, afirma Montebello a EL PAÍS.
Giménez, por su parte, no guarda el más mínimo rencor. Al contrario. Después de compartir con Lauder un fin de semana en Basilea, donde hace tres décadas fueron a ver la herencia de Cooper, se hicieron grandes amigos. Les unía su pasión cubista. Un movimiento que en aquellos años no estaba tan valorado dentro de un mercado obsesionado entonces con el impresionismo y el posimpresionismo. Así que el precio era otro. “De haber podido comprar para España aquellos cuadros, nos hubiesen costado menos del 10% de lo que valen hoy”, comenta Giménez.
Y no fue por falta de interés. Bill McCarthy, heredero de Cooper, hizo saber al Gobierno español que su mentor hubiese sido feliz sabiendo que la colección quedaba en España. Cooper, amigo de Picasso, visitaba asiduamente el Prado. Allí se convirtió en el primer extranjero que entraba a formar parte del patronato. Uno de sus sueños fue enfrentar al artista malagueño con toda la tradición que le precedía y que él engrandeció para el futuro. Pero eran los tiempos en los que no existían estructuras dentro del Estado capaces de abordar una operación así. Y el legado voló a la otra orilla sin que pudieran ni plantear una oferta.
El triángulo de esta historia lo forman tres personajes enamorados de un vendaval que transformó para siempre la historia del arte. Una sacudida que todavía hoy, según Giménez, “no se entiende en toda su dimensión”. No se entiende, pero sí se valora ya de sobra. Tanto como para que la operación haya levantado ampollas en Nueva York. Muchos pensaban que el legado podía haber quedado en el MoMA, donde cuelgan Las señoritas de Aviñón, la obra de Picasso que da en gran parte origen al movimiento.
Pero el Met ha sabido jugar sus cartas. Resultaba crucial para su prestigio rellenar un hueco vacío en sus fondos, algo que le había costado sus críticas. Ya no. Gracias a Lauder. Un hombre que comenzó a coleccionar hace 40 años exclusivamente centrado en el cubismo, según Giménez, “muy bien asesorado por su curator en este ámbito, Emily Braun”.
Y tampoco el cubismo hubiese sido valorado para la historia de la misma manera si Douglas Cooper, desde los años treinta, no hubiese ido reuniendo la colección basada en el movimiento que deslumbró e irritó a crítica y público cuando Alfred H. Barr montó la exposición Cubism and abstract art, en el MoMA por 1936.
Cooper empezó a comprar en 1932, después de recibir una sustanciosa herencia de su abuela que le empujó a dedicarse exclusivamente al estudio y al negocio del arte tras haber sido conductor de ambulancias y pertenecer al servicio de inteligencia de las fuerzas aéreas británicas.
De Cooper a Lauder, en el ámbito privado, el cubismo ha sido protegido por dos manos muy sensibles a la grandeza del mismo. En el caso de Lauder, se trata de un virus que ha afectado también a su hermano, Ronald.
Este se convirtió en noticia por comprar un cuadro de Gustav Klimt, líder de la Secesión vienesa, batiendo récords en 2006 con la cifra de 135 millones de dólares. A ambos les había influido de manera crucial la exposición que el propio Cooper montó en 1983 en la Tate Gallery de Londres bajo el título Essential cubism, tras la que quedaron impactados, según Giménez.
Allí, Leonard Lauder empieza a reunir sus piezas y a continuar la pasión coleccionista que ya con seis años le hacía reunir postales art déco. Junto al legado de Cooper, compra otras provinientes de las posesiones de Gertrude Stein o del banquero suizo Raoul La Roche, entre otros. Hoy todo pertenece al Metropolitan Museum, cuya junta aprobaba el martes pasado su operación, que se une a otras donaciones históricas. Los 33 picassos, 17 braques, 14 grises y 14 légers, entre óleos, esculturas y dibujos, han convertido de golpe al museo en la gran meca cubista universal.