José Milicua, el aura de un maestro de historiadores del arte
Dotado de una gran perspicacia visual que le permitió descubrimientos notables, era uno de los mayores especialistas mundiales en Caravaggio y su escuela.
Nacido en la localidad guipuzcoana de Oñate en 1921 y fallecido ayer en Barcelona, puede afirmarse que José Milicua Illarramendi, siendo hijo del anticuario Florencio Milicua, creció rodeado de obras de arte, a cuyo estudio dedicó su larga y fecunda vida. Tras licenciarse en la Universidad de Barcelona, Milicua marchó a Italia a comienzos de 1950, y allí fue discípulo de Roberto Longhi, sin duda uno de los mejores historiadores del arte del siglo XX, que lo acogió con simpatía y lo convirtió en uno de sus más estimados colaboradores, pues apreciaba en él su extraordinaria perspicacia visual, luego ampliamente corroborada con notables descubrimientos e identificaciones, la última de las cuales fue la reciente de un San Jerónimo del gran maestro francés Georges de La Tour, que hoy se exhibe en el Museo del Prado. Milicua pronto destacó como uno de los mayores especialistas internacionales en la obra de Caravaggio y los caravaggistas, tema al que hizo muy sobresalientes contribuciones, sobre todo al mejor conocimiento de José de Ribera, Spagnoletto, cabeza de la importante escuela caravaggista de Nápoles.
Siendo uno de los mejores expertos en estos temas, la enorme erudición y agudeza de Milicua le permitieron sostener autorizadas opiniones en otros muy diversos momentos históricos del arte occidental, pero su curiosidad no se limitó solo al arte del pasado, porque, siendo profesor de diversas escuelas y facultades de Bellas Artes, tuvo una muy estrecha relación con varias generaciones de artistas contemporáneos españoles y, en particular, catalanes.
En este sentido, Milicua fue un caso excepcional de amor por el arte sin edades, ni fronteras. Es difícil compendiar en un breve espacio su ingente labor docente, desarrollada sobre todo en las universidades Central, Autónoma y Pompeu Fabra de Barcelona, pero también en otros lugares de nuestro país.
Milicua fue además un notable colaborador de los museos de todo el mundo, cuyos fondos conocía como nadie y con los que trabajó estrechamente. Sus opiones siempre fueron muy respetadas internacionalmente. En este capítulo, cabe destacar como privilegiada su relación con el Museo del Prado, a cuyo Real Patronato perteneció desde 1993 y donde su brillante y generosa asesoría científica dio frutos que es imposible resumir.
Esta dedicación apasionada al arte mereció muy diversos reconocimientos, como, entre otros, el homenaje que le rindió la Fundación de Amigos del Museo del Prado en 2008 con la intervención del profesor Ferdinando Bologna, catedrático emérito de la Universidad Tor Vergata de Roma, que había conocido a Milicua en la redacción de la célebre revista Parangone, el órgano científico de difusión de Roberto Longhi. Milicua también fue elegido académico honorario de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, pero, al margen de estas u otras distinciones nacionales e internacionales, lo más destacado de su personalidad fue su capacidad de transmitir a historiadores del arte, críticos y artistas el formidable legado de su sabiduría, exquisita sensibilidad y apasionado amor por el conocimiento y la belleza.
Entre las actividades de estudio y promoción del arte, en las que estuvo involucrado Milicua, una muy importante fue la del comisariado de exposiciones, entre las que cabe recordar las de El Greco y su revalorización en el modernismo catalán (1996-1997), y Caravaggio y la pintura realista europea (2205-2006), ambas exhibidas en el Museo Nacional de Arte de Cataluña, así como la titulada Los cinco sentidos en el arte (1998), que se celebró en el Museo del Prado.
En cualquier caso, por mucho que se quiera cifrar en hechos e iniciativas la calidad de Milicua, siempre se sentirá la frustración de no ver reflejado el valor único de su personalidad: su elegancia, su refinamiento, su rara erudición, su sentido del humor, su generosidad, su insaciable curiosidad… Sin duda, Milicua llevaba el aura de los antiguos grandes maestros.