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Arte en el epicentro de la revolución

Arte en el epicentro de la revolución

La Royal Academy de Londres expone los tesoros pictóricos y fotográficos de México que sirvieron de espejo creativo al turbulento período 1910-1940.


La etnicidad de los rostros, el entorno que celebra la diversidad regional de un gran país o el mismo colorido de los típicos vestidos con sus faldas holgadas: el trazo de Diego Rivera se pone al servicio de la exaltación de la cultura popular de su tierra, en un cuadro ejecutado durante una era de grandes cambios a principios del siglo XX que anunciaban el México moderno. Baile en Tehuantepec preside desde esta semana una exposición de la Royal Academy de Londres consagrada a tres décadas (1910-1940) de revolución, de turbulencias políticas y de renacimiento cultural que fascinaron al mundo. Y en las que el arte fue su epicentro.


México era en aquel tiempo the talk of the town, una expresión anglosajona de la que el comisario de la muestra, Adrian Locke, se sirve para describir la atracción que un momento histórico y su eclosión artística suscitaron a nivel internacional. Si el arte mexicano había decidido dejar de mirar a Europa como fuente de inspiración, en pro de la reivindicación de la identidad nacional, eran entonces el Viejo Continente y también Estados Unidos —sus artistas e intelectuales— los que lo habían convertido en su foco de atención predilecto.


Las figuras de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, “los tres grandes”, destacan aunque no acaparan una muestra que ha logrado reunir 120 pinturas y fotografías de una gran diversidad de autores, prestadas por colecciones públicas y privadas americanas y europeas. Fueron ante todo un trío de muralistas pero, frente a la imposibilidad física de trasladar al Reino Unido esa parte significativa de su producción, son sus cuadros los que engarzan el recorrido en la Royal Academy, que arranca cronológicamente desde la revolución mexicana de 1910.


Las imágenes tomadas por Manuel Ramos, uno de los primeros fotógrafos mexicanos de prensa; de Walter H. Horne, cuyas postales de escenas bélicas en el mundo tuvieron gran distribución en los EE UU de la época, o del alemán Hugo Brehme registran a un pueblo en armas durante la revolución nacida del derrocamiento del elitista y oligarca régimen de Porfirio Díaz.


Pocos años más tarde, José Clemente Orozco evocaría en su obra Barricada (1931) las figuras de los combatientes, con sus composiciones diagonales y su paleta reducida de colores. Al igual que otros pocos artistas, como Rufino Tamayo o María Izquierdo, su obra incide en los valores universales del individuo, frente al profundo sesgo ideológico del grueso de sus compañeros de generación.


Porque el nuevo orden que surge de aquellos años convulsos concibe el arte como símbolo de la creatividad y del empuje político y social de la nación. Y, por tanto, como pieza fundamental en la representación de los principios de la revolución. En 1921, el entonces ministro de Educación, José Vasconcelos, convence a Diego Rivera para que abandone su dilatada aventura parisiense —años de experimentación con los novísimos estilos— y encabece en México un programa de patrocinio estatal de sus artistas. Los murales que Rivera plasmó en edificios públicos, junto a las firmas de Orozco y del muy comprometido David Alfaro Siqueiros, celebran las raíces precolombinas, denostan a los conquistadores españoles y glorifican la utopía del triunfo sobre el capitalismo. La oportunidad de reconstruir un mundo idílico y de acercar a las masas iletradas una narrativa visual.


La exposición de la Royal Academy recoge testimonios gráficos del contexto de la época, como la fotografía de un grupo de trabajadores leyendo el periódico El Machete, fundado por Alfaro Siqueiros. La fuerza del retrato que realizó de Emiliano Zapata (1931) ilustra cómo el artista centró su obra pictórica en el espíritu de la revolución y en una ideología comunista sin fisuras que acabó colisionando con el más contemporizador Rivera.


Frente a la acogida que Rivera y su tercera mujer, la artista Frida Kahlo, brindaron a Leon Trotski en su exilio en México DF, Alfaro Siqueiros llegó a ser acusado de participar en el asesinato del ruso en 1940. Una vez citada Kahlo, más cotizada en el mercado de la posteridad que su marido, debe anotarse que su obra de carácter introspectivo tiene un papel secundario en la exposición de la Royal, donde se muestra uno de sus famosos autorretratos.


El tránsito del museo londinense por esa era dorada del arte mexicano recoge los trabajos de tantos extranjeros que decidieron recalar en un México en plena transformación. Desde la modernidad de las instantáneas de la italiana Tina Modotti y del americano Edward Weston hasta las pinturas del británico Edward Burra (El Paseo, 1928) o del estadounidense de origen alemán Josef Albers.


El surrealista André Breton o el fotógrafo Robert Capa son solo algunos de los otros nombres que testimoniaron o participaron en aquel seísmo. En 1940, el Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York abría sus puertas a Veinte siglos de arte mexicano. El reconocimiento y proyección internacional de un movimiento que, a caballo entre la política del arte, cambió para siempre la faz y la percepción exterior de México.

Compartir | Recomendar Noticia | Fuente: El País (PATRICIA TUBELLA | Londres) | Fecha: 03/07/2013 | Ver todas las noticias



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