Antoni Tàpies y lo cotidiano misterioso
La metamorfosis del objeto funcional en compleja simbología creativa protagoniza la gran exposición del Guggenheim Bilbao sobre la vertiente escultórica del artista.
El último objeto que Antoni Tàpies (Barcelona, 1923-2009) transformó en escultura había sido creado para separar el grano de la paja. Trillo es una de las obras donde más se evidencia el poder del artista para impregnar algo simple y funcional de misterio e intencionalidad. Una elección nada ingenua en alguien que compartía la visión de Picasso: “Un cuadro no es una decoración, es un arma”. Como lo fue Pila de platos, creada por el artista tras la experiencia de su encierro en un convento capuchino en 1966 junto a otros intelectuales que pretendían poner en pie un sindicato estudiantil durante el franquismo.
Entre ambas piezas hay más de cuatro décadas en las que Tàpies exploró técnicas y materiales (papel, cartón, telas, malla metálica, cerámica, bronce, hormigón…) sin caer en la incoherencia o en la fragmentación. Una obra compacta, como la posición ética de su autor ante el mundo. Tàpies, que al igual que Klee creía que para ser artista antes debes ser una persona, llenó su escultura de elementos cotidianos, infravalorados o desdeñados como hueveras, sillas, camas de hospital, ropa o cestos. Una producción ligeramente ensombrecida por la pintura —aunque nada con su firma sea despreciado en el mercado desde hace décadas— hasta que el Museo Guggenheim Bilbao decidió mirar hacia dónde pocos lo habían hecho con detenimiento. Antoni Tàpies. Del objeto a la escultura (1964-2009), que se inauguró ayer con el patrocinio de Iberdrola, recorre en 85 piezas la faceta más desconocida del artista, a la que regresó una y otra vez con distintos procesos creativos. “A pesar de que la escultura y el objeto tridimensional suponen un capítulo relevante en la trayectoria del artista, a veces se han visto como un aspecto lateral”, señala el comisario de la muestra, Álvaro Rodríguez Fominaya.
Algunas piezas cedidas para la ocasión, que proceden de Búfalo o Nueva York, como Caja de serpentinas, han retornado por vez primera a España desde que partieron hace más de cuatro décadas. Otras son inaccesibles para el público porque pertenecen a particulares, como Díptico, una de sus primeras obras realizadas sobre tierra chamoteada (arcilla con fragmentos de cerámica cocida y molida), propiedad de un coleccionista de Helsinki. “Se ha hecho un esfuerzo para reunir muchas obras que no se habían visto juntas porque están en distintos museos del mundo”, elogió Núria Homs, conservadora de la Fundación Tàpies, que ha cedido una quincena de obras.
Los primeros objetos se remontan a los cuarenta: “Ya manifestaba interés por materiales extrapictóricos y su expresividad”, señala Homs. Él consideraba sus collages el peldaño que desembocó en la escultura, aunque antes de que esta reciba tal nombre atraviesa una fase de creación de objetos y assemblages, como Alpargatas o Silla y ropa. Zapatillas usadas, prendas sucias, cajas manidas, trapos de cocina… “objetos que tenía cerca, creemos que no había una búsqueda, sino un reciclaje”, apunta el comisario. En Armario se acumulan en desorden calcetines, pantalones, chaquetas, pañuelos y camisas que parecen desprender olores. En Shunyata puede leerse una receta escrita a mano por su esposa, Teresa Barba. La simbología tan característica del artista también se repite en sus creaciones escultóricas, repletas de números, letras, matrículas o corazones.
En los ochenta, Tàpies comienza a experimentar con la cerámica, empujado por Eduardo Chillida, el ceramista Joan Gardy Artigas y el galerista Aimé Maeght. Con la tierra chamoteada, resistente a erosiones meteorológicas, realiza esculturas de gran tamaño, como Zapatilla, de más de dos metros, o Diván. Todas ellas marcadas con signos que esparcía para dotar de “un significado privado a estas piezas”, sostiene el comisario. A veces son hendiduras fruto de roturas; en otras, huellas de calzado o incisiones premeditadas.
Los símbolos reaparecen en las piezas de bronce que comienza a producir a partir de 1987 en la fundición catalana Foneria Vilà, en Valls. También los elementos domésticos, aunque ahora arropados por un halo ilusorio, como ocurre en La butaca, donde Tàpies incorpora las huellas de una mano que reposa sobre el brazo izquierdo del sillón, o Colchón, un tramposo incitador del descanso, uno de esos objetos de efecto mágico a los que aspiraba Tàpies.
En 1993 Cristina Iglesias compartió el pabellón español en la Bienal de Venecia con el artista. Ella fue una de las primeras en contemplar Rinzen, una instalación sobre una pared a partir de una cama de hospital, somieres y sillas, que recibió el León de Oro y que pertenece al MACBA (no se incluye en la muestra). “Yo había podido ver la llegada del somier y algunos elementos, pero me sorprendí cuando vi la pieza en la pared. Toda ella era un momento de sorpresa y elevación. Quizás ese momento cuando uno despierta del sueño, sobresaltado”, recuerda en el catálogo.
El asombro, la magia, el revulsivo. Tàpies buscaba remover. En 1992 ideó un calcetín gigante para el Museo Nacional de Arte de Cataluña. A él, con todo su reconocimiento público internacional, no le espantaba la controversia, como recordaba su viuda hace unos meses: “Antoni sabía que la gente se iba a soliviantar pero creo que eso le gustaba, quería algo que moviera a la gente”. Una versión reducida de Calcetín se puede ver en la Fundación Tàpies, pero el proyecto fue rechazado para el MNAC porque no estaba a la altura de lo previsto. En 1992 éramos olímpicos, universales, brillantes, los mejores… nada que ver con un calcetín blanco agujereado y maloliente. Tàpies hablaba con sus manos. Aunque no todos querían escuchar.