Velázquez en el Prado, el regreso
La gran exposición de la temporada en la pinacoteca alberga los últimos retratos del pintor en la corte de Felipe IV. El museo exhibirá obras nunca vistas en España.
La exposición Velázquez y la corte de Felipe IV, que se ha presentado esta mañana en el Museo del Prado, tiene mucho de vuelta a casa. Son cinco las obras del pintor sevillano que partieron hace 350 años rumbo a la corte austriaca y que la semana pasada regresaron a Madrid del Kunst Historisches Museum de Viena, envueltas en los ropajes del acontecimiento y entre fuertes medidas de seguridad. También hacía mucho tiempo que no se veían en España las célebres Meninas de Dorset, que cuelgan habitualmente en el museo de Kingston Lacy (Gran Bretaña) y que están actualmente atribuidas a Martínez del Mazo, yerno del artista. La muestra, de aire exquisito, formada por 30 piezas y comisariada por Javier Portús, no será un exhaustivo repaso a la trayectoria del pintor (al estilo de la histórica exposición de 1990 que batió todas las marcas), pero sí aspira a convertirse desde el martes y hasta el 9 de febrero en todo un evento científico y artístico.
“Nos permitirá llenar dos de las lagunas fundamentales sobre la obra del pintor en las colecciones reales”, explica Portús, Jefe de Departamento de Pintura Española. “La de los retratos de la corte papal realizados en Roma y la proliferación de figuras femeninas e infantiles en su producción cortesana de la última década”.
Como sobresalientes ejemplos de la primera categoría se juntan de modo excepcional cuatro en una misma sala: la versión del Inocencio X que Velázquez se trajo a Madrid y regresa a España por primera vez desde su salida durante la Guerra de la Independencia con destino final en la colección del Duque de Wellington, dos retratos cardenalicios provenientes del pequeño museo británico de Kingston Lacy y de la Hispanic Society de Nueva York y el Ferdinando Brandani adquirido por la pinacoteca madrileña en 2003. A la cita faltarán las representaciones de Inocencio X (Palazzo Doria-Pamphilj, en Roma) y de Juan de Pareja (Metropolitan), ambos de poco menos que imposible préstamo. Con todo, lo expuesto será suficiente para observar la transformación que el pintor sufrió en Roma: su acercamiento “más carnal” —menos distante, menos español— al retrato.
Entre los pertenecientes a la segunda categoría de reinas, infantas y príncipes de escasa suerte destaca el lote de cinco cuadros (cuatro velázquez y un mazo) que llegarán del Museo de Historia del Arte de Viena, cuyos fondos habsbúrguicos se cuentan entre los mejores del mundo. La lista está formada por los retratos de las infantas María Teresa y Margarita y Felipe Próspero, el sucesor más esperado, adornado al óleo por toda clase de amuletos que de poco sirvieron: la pobre criatura murió a los tres años.
El conjunto nunca se ha visto en su integridad en la casa de Velázquez en Madrid. El interés, completado por las representaciones de la reina Mariana de Austria, va más allá de que puedan contemplarse como planetas en torno al gran sol de Las Meninas, obra cumbre alrededor de la que en el fondo gravita toda la muestra. Para el comisario Portús también supone la entrada de nuevos modos en la obra del pintor: las telas y sus matices invaden los retratos y pasan a primer plano detalles como floreros, relojes, adornos capilares de mariposas o mascotas. Además, sirve de demostración de que el arte siempre acaba siendo un espejo de las convulsiones políticas de su tiempo, en este caso, el de una corona en sus horas más bajas: en desesperada búsqueda de un heredero, que llegaría con Carlos II, en continuo baile dinástico, en bancarrota y en guerra contra Portugal y Francia.
Es en 1650, en medio de este torbellino, donde arranca nuestra historia, con Velázquez (1599-1660) embarcado en grandes empresas en Roma: nada menos que ejercer de retratista por excelencia de la corte papal. Felipe IV, a quien le unía una de esas relaciones largas y, por tanto, resabiadas (“me ha engañado mil veces”, escribiría el monarca a Luisa Magdalena de Jesús), se había casado el año anterior con Mariana de Austria. Y por mucho que eso fuera contra los planes del pintor sevillano, su labor era tras la llegada de la nueva reina más necesaria que nunca en la corte. “Lo que hizo a su vuelta de Madrid no supone una continuación de su arte, sino más bien la culminación: en esta época cada obra suya se cuenta por una obra maestra”, recuerda Portús, que añade: “Había mucha demanda de retratos reales. Velázquez tenía el monopolio sobre ese trabajo, era un pintor que no pintaba mucho y además tenía que atender su puesto de aposentador. Eso dio como resultado una gran producción de su taller”.
La muestra, además de dedicar una parte importante al influjo del maestro muerto en sus discípulos y continuadores (Juan Carreño de Miranda y Juan Bautista Martínez del Mazo, quienes mantuvieron con “vida propia” el retrato real), permitirá comparaciones provechosas que quizá disipen ciertas dudas: vendrán las famosas Meninas de Dorset, copia que algún crítico, como Matías Díaz Padrón, que presentó un estudio al respecto esta misma semana aún atribuye al sevillano. También, la Infanta Margarita del Louvre.
Capaz de deslumbrar a Manet y Renoir (quien exclamó: “La pequeña cinta rosa de la infanta Margarita, ¡toda la pintura está en ella!”), acabó rebajada en su atribución por ser considerada de taller. Pese a que el museo francés aún quiere ver una gran porción del pincel velazqueño en ella, Portús no solo no alberga sospechas, sino que cree que la posibilidad que ofrecerá la muestra de ver la pieza en su contexto será definitiva “tanto para especialistas como para aficionados”. Lo mismo sucederá, opina, al comparar la Infanta Margarita en traje azul (de Velázquez, sin duda) con la vestida de rosa (que hay quien aún considera que se desatribuyó incorrectamente para acabar en el terreno de Mazo).