Turner entre el cielo y el mar
En 1966, Rothko visitó la exposición de la obra tardía de Turner en Nueva York, y ante una de esas acuarelas casi abstractas donde sólo hay cielo y mar, comentó con ironía al director de la Tate Gallery, Norman Reid: That chap Turner learned a lot from me!, “este Turner aprendió un montón de mí”.
Los turnerianos de observancia estricta dirán que lo que pretendía el pintor inglés no tiene nada que ver con el expresionismo abstracto, pero es el recuerdo de Rothko, de sus composiciones absolutas, lo que me viene a la cabeza una y otra vez al contemplar las pinturas de esta espléndida exposición de la Fundación Juan March. Son setenta acuarelas (más dos óleos y algunos grabados) procedentes del inmenso Legado Turner de la Tate: una pequeña muestra de la obra sumergida del pintor, no destinada a ser expuesta, y donde por eso mismo alcanzó una libertad tan insólita, tan radical.
Todas las acuarelas reunidas aquí son vistas del mar y de paisajes costeros, el tema más constante en la obra de Turner. La exposición sigue la evolución del pintor desde sus obras juveniles hasta sus últimas excursiones de la década de 1840, a través de series o grupos de imágenes: pinturas del estuario del Támesis, vistas de la costa sur de Inglaterra, la serie de los puertos ingleses, hojas del Liber Studiorum, ilustraciones para libros, estudios de Margate, hasta los tardíos paisajes de cielo y mar y el cuaderno de apuntes de los balleneros. Muchas de estas acuarelas fueron encargadas al pintor como base para series de grabados de vistas pintorescas, picturesque views, de la costa británica, según el modelo de los puertos de Francia pintados por Claude-Joseph Vernet. En sus numerosos viajes, Turner llevaba siempre encima su cuaderno de apuntes, y usaba la acuarela como el medio ideal para captar in situ sus impresiones inmediatas (a menudo trabajaba en varias de ellas a la vez) de cada paraje, de cada región, que después podría utilizar como documentos. Algunos títulos registran el día y la hora en que visitó tal puerto, o asistió a un naufragio en tal lugar. Y hay series donde, anticipándose a Monet, el pintor representa un mismo escenario, por ejemplo el puerto de Margate, cada vez bajo una luz o una atmósfera diferente.
Pero a medida que avanzamos en la carrera de Turner, el buscar cualquier precisión topográfica va perdiendo todo sentido. En la sucesión de las acuarelas ya no distinguimos los innumerables lugares que el pintor visitó; vemos sólo a un hombre que persigue obsesivamente una única visión. Las acuarelas nos aparecen como experimentos de color y de composición destinados a plasmar esa visión. Los detalles anecdóticos tan frecuentes en sus obras juveniles -los aparejos de los barcos, las casas de la costa, los trabajos de los pescadores- se han desvanecido progresivamente. A veces reconocemos todavía una referencia en el horizonte, la silueta a contraluz de un castillo en ruinas, o los mástiles de un barco embarrancado, pero llega un momento en que toda referencia a la realidad se vuelve borrosa, incierta, hasta el punto de que en el cuaderno tardío de los balleneros es difícil adivinar siquiera la presencia de ballenas o barcos. ¿Qué queda entonces? El mar, agitado o en absoluta calma, el mar siempre cambiante y siempre el mismo, toujours recommencée, y el cielo, cargado también de agua (las acuarelas de Turner serían eso, pintar el agua con agua). Si hay un sentido constante en las acuarelas de Turner (y también en su pintura al óleo) creo que es el ofrecer a la mirada cielo y mar, arriba y abajo, enlazados en una unidad cósmica. Por ejemplo, mediante el arcoiris, tendido como un gran puente simbólico. O con una serie de pinceladas, de gestos que borran violentamente la línea del horizonte: una ola encrespada que sube hasta el cielo o, a la inversa, una nube que descarga una lluvia furiosa. A veces la unidad total se consigue, paradójicamente, con una perfecta estabilidad, mostrando cielo y mar como dos aspectos paralelos de la misma sustancia, como dos mitades iguales del espacio vacío.