Paul Klee, la religión pagana del color
La Tate Modern bucea en las obsesiones de uno de los grandes de la abstracción, que pintaba sin freno mientras Europa se derrumbaba.
Fue su último cuadro y también cierra la exposición en la Tate Modern. Lo encontramos colgando de una pared negra, idéntica a la que Paul Klee hizo pintar en su taller de la Bauhaus para exponer sus obras acabadas. Mientras Europa ardía y su cuerpo enfermo se desintegraba, el pintor nacido en Suiza tuvo la ocurrencia de plasmar un puñado de flores de colores intensos y trazo algo infantil, en oposición frontal con lo que tocaba vivir, que había teñido su obra de tonos sombríos y augurios fáusticos durante la década anterior.
Nadie entendió muy bien a qué venía ese lienzo. “Desprende una incomprensible sensación de alegría, música y libertad”, escribió un crítico suizo al verlo. Klee lo pintó en 1940, solo unas semanas antes de su muerte por esclerodermia, enfermedad incurable que endurecía la piel y obstaculizaba el funcionamiento de los órganos. Lo tituló Flores del crepúsculo y corrió a añadirlo al listado de obras que tenía pensado exhibir en Zurich, en la que convertiría en su última exposición en vida.
“Encontramos esa lista en un archivo suizo. Klee añadió el cuadro en el último minuto, con un bolígrafo de otro color. Era consciente de que su vida terminaba, pero quiso ponerle punto final con una extraña nota de optimismo”, relata el responsable de exposiciones de la Tate Modern, Matthew Gale. El colofón final a su trayectoria quedaría marcado por ese enigma, tal como una obra marcada por las mismas contradicciones que ese exótico cuadro trazado con desesperado optimismo.
El museo londinense inaugura hoy una gran muestra que pretende resolver algunos de esos misterios. La Tate expone hasta el 9 de marzo un centenar largo de las obras del artista, que según el recuento oficial habría dejado más de 8.000 lienzos terminados. Puede parecer poco, pero todo está allí. La exposición examina lo más representativo en la producción del pintor, siguiendo un enfoque estrictamente cronológico que, a primera vista, puede resultar impropio de uno de los primeros museos que reordenó su colección con criterios temáticos. Sin embargo, lo hace escogiendo ángulos distintos a los habituales, prescindiendo de lo sabido para adentrarse en zonas menos transitadas, en un largo recorrido que nos lleva del Múnich de los años diez a sus últimos días en Suiza, donde murió a los 60 años al principio de la Segunda Guerra Mundial.
La religión de Klee fue el color. Lo encontramos en sus polifonías y en sus peces mágicos, pero también en sus pinturas ancestrales y en sus lienzos más fantasmagóricos. El pintor se convirtió al color en 1914, durante un viaje por el norte africano junto al pintor August Macke, que acabaría adquiriendo dimensiones míticas en su cabeza. “El color ha tomado posesión de mí. Ahora me poseerá para siempre. Estamos unidos hasta el final. Me he convertido en pintor”, dejó escrito Klee.
De vuelta a casa, sus acuarelas cuadriculadas empezaron a reproducir los colores observados en ese viaje iniciático. Los convirtió en su gramática personal, que conjugaría en cientos de cuadros de pequeño formato, que fuerzan a quien los observa a afilar la mirada si pretende descifrarlos. Sus sistemas geométricos reproducen la obsesión por el movimiento de Klee, así como la influencia de la composición musical en la pintura (fue un excelente violinista y no dudó en conectar las dos disciplinas, como quedó demostrado hace dos años una exposición en la Cité de la Musique de París) o la reinterpretación de géneros clásicos como el paisajismo y la naturaleza muerta.
Para Klee, cada nuevo cuadro suponía un nuevo reto. El pintor polaco Jankel Adler, uno de sus colegas en la Academia de Dusseldorf (donde dio clases cuando los nazis cerraron la Bauhaus), aseguraba que, cuando Klee empezaba un cuadro, sentía “la agitación que debió de tener Colón al descubrir un continente, entre un presentimiento temeroso y la vaga sensación de encontrarse en el buen camino”.
La exposición insiste en demostrar que el contexto histórico fue determinante en su proceso creativo. Klee pintó mientras regímenes políticos de distinto signo se encadenaban en la Europa de entreguerras, la inflación aumentaba y el antisemitismo avanzaba imparable. “Klee no pudo mantenerse al margen de lo que sucedía alrededor. En su obra se observa la voluntad de entender qué utilidad podía tener el arte en esas circunstancias”, apunta Gale.
Klee sabía en qué consistía su misión. Para él, la pintura no era una evasión, sino casi un instrumento visionario. Los artistas de la época, con los surrealistas a la cabeza, tenían la misma fijación: encontrar los mundos paralelos que sospechaban que se escondían tras la llamada realidad. A veces, de manera literal. Él experimentó con el esgrafiado de óleo para averiguar qué se escondía bajo la superficie, tal como haría otro electrón libre, Max Ernst, a través del frottage. El arte tenía que servir para encontrar “la realidad detrás de las cosas visibles”, en palabras del propio Klee. “Creía que era una manera de que lo invisible se manifestara. Siempre se ha creído que se refería a la abstracción, aunque puede que su definición fuera más general”, apunta el comisario. De hecho, Klee nunca se ciñó a un estilo ni a una escuela. “Su arte respondía a una visión propia e interna y no se enmarcó en un grupo, como la mayoría de artistas de vanguardia. En ese sentido, se trata de un personaje aparte dentro de las vanguardias, que trasciende su período histórico. Por eso el eco de su obra sigue resonando hoy”, concluye Gale.
Klee decía a sus alumnos que pintar consistía en “sacar a la línea de paseo”. Puede que hubiera algo más. Entre sus retículas dislocadas, prismas fragmentados y garabatos angustiados se entrevé una lejana silueta: la del nuevo paradigma estético que se impondrá tras la hecatombe bélica. Otra de sus citas lo deja todavía más claro: “Un pintor no debe pintar lo que ve, sino lo que se verá”.