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Las chicas vuelven a casa

Las chicas vuelven a casa

Acompañamos a las infantas pintadas por Velázquez y enviadas a la corte austriaca en su viaje de vuelta a Madrid 350 años después. El conjunto, nunca visto en bloque en España, es uno de los mayores atractivos de la muestra del Prado sobre el retrato cortesano. Un hito con más de 20.000 visitas en su primera semana.


Justo es reconocer que, dadas las circunstancias, las chicas lucían un aspecto insuperable. Un mal gesto, una arruga, algo… Cualquier renuncio se habría disculpado tras un viaje por carretera de unas sesenta horas entre Viena y Madrid. Pero nada. Ahí estaban ellas, sin tacha. Desafiantes en medio de la enorme expectación que se vivió un viernes de hace cuatro semanas en las salas del Prado dedicadas a la exposición Velázquez y la familia de Felipe IV. Una veintena de personas, entre conservadores, operarios, restauradores, fotorreporteros y periodistas, cuyo acceso a estas intimidades suele estar prohibido, aguardaban para contemplar el momento histórico y de paso brindar una apropiada bienvenida a casa a las infantas Margarita y María Teresa, a la reina Mariana de Austria y al pobre Felipe Próspero, que, muerto a la corta edad de tres años, no lo fue tanto.


Las siete pinturas, cinco de Velázquez y dos de Martínez del Mazo, regresaban por primera vez en su conjunto al Prado, la casa del genio sevillano, más o menos 350 años después de ser enviadas a la corte austriaca. Embaladas una semana antes en su hogar desde 1923, el Kunsthistorisches Museum de Viena, habían partido el lunes 23 de septiembre de la vieja capital del imperio austrohúngaro, protegidas por sofisticados cajones para el transporte de arte y rodeadas de extraordinarias medidas de seguridad. Hicieron noche en aparcamientos de dos hoteles de carretera de Milán y Barcelona, que, si bien pudieron parecer establecimientos de insuficiente pedigrí, cumplen mejor que la grandeur de los hoteles del centro con el requisito del anonimato exigido por razones de seguridad.


A su llegada el miércoles a Madrid, las esperaban varias patrullas de la Policía Nacional y un heterogéneo conjunto de trabajadores del Museo del Prado, comprensiblemente crispados por la responsabilidad del momento. Fueron recibidas en secreto en el muelle de carga de la pinacoteca, desde donde pasaron a sala (el lenguaje quirúrgico no resulta, como se verá, casual). En un espacio de la remodelación de Rafael Moneo estarán expuestas hasta el próximo 9 de enero para disfrute de la hinchada local del genio sevillano, que, con suerte, mostrará una fidelidad parecida a la de la histórica muestra sobre Velázquez en este mismo museo, convertida en 1990 en todo un acontecimiento social.


Los óleos descansaron allí durante 48 horas, protegidos en el interior de las cajas en las que habían viajado; al parecer, las prisas del anfitrión ansioso por agradar al visitante están reñidas con las costumbres dictadas por la ciencia de la restauración preventiva. “Es fundamental que se aclimaten a su nuevo hogar temporal”, explicó la coordinadora de exposiciones, Carmen Morais, antes de ordenar a los presentes que dejaran a las chicas en la clase de paz que solo otorga la petrificación de los siglos pasados al óleo.


Javier Portús, jefe del departamento de pintura española, comisario de la exposición sobre los últimos años del genio y hombre de contagiosa erudición, llegó temprano a la cita del viernes, día fijado para el desembalaje y colocación de los lienzos en las paredes pintadas para la ocasión de verde cortesano. “Este es el mejor momento, el más emocionante, del arduo proceso de preparar una exposición”, explicó ante las célebres Meninas de Dorset, copia de una de las cumbres de la pintura occidental atribuida a Martínez del Mazo, yerno de Velázquez, y llegada de Kingston Lacy, en la campiña inglesa, también envuelta en el ropaje de lo irrepetible. El orden del día estaba fijado con meticulosidad. Las obras se liberaron de su embalaje ante la atenta mirada de dos expertos, uno por cada parte contratante. Por el Prado asistió uno de los restauradores de la casa, miembro de un departamento de justa fama internacional. Los protocolos dictan que uno o varios emisarios del museo prestador viajen con las piezas cedidas; en la jerga, a estas carabinas del arte de incalculable valor se les conoce como correos.


El proceso tiene su miga. Un equipo formado por brigadas de la pinacoteca (los únicos autorizados para el traslado de las piezas) y operarios de la empresa encargada, previo concurso público, del montaje extrajeron con cuidado el tesoro artístico y lo colocaron encima de una mesa formada por dos caballetes y una tabla de algo que tenía el aspecto, que no el peso, del mármol.


Una vez que La infanta Margarita (1653), obra maestra del retrato cortesano, yacía con la misma cara de susto de siempre sobre esa superficie, el sonriente Herbert Reits­chuler, enviado del museo vienés que pasó la primera mitad de la semana acompañando a la pequeña y “matando el tiempo en la cabina blanca de un tráiler”, se puso manos a la obra con María Álvarez Garcillán, del departamento de restauración del Prado. Antes, esta había solicitado ayuda en vista de la voluminosa tarea de abrir siete enormes cajas de reluciente madera. “Tenemos un poco de tapón aquí”, explicó por teléfono, “convendría habilitar un segundo equipo”.


A la súplica siguió otro revuelo. El nuevo tándem lo formaron entonces Georg Prast, austriaco con un pedregoso dominio del español, y Elisa Mora, a la que quizá recuerden por el trabajo de restauración que llevó a cabo con El vino de la fiesta de San Martín, joya inédita de Bruegel el Viejo alumbrada en 2010 por la pinacoteca. Los dos equipos desplegaron en paralelo la misma rutina. Armados con linternas de led y asistidos por potentes tenderetes de luz, repasaron las faltas de los cuadros. ¿Había llegado el perrillo cuya vivacidad atrapó Velázquez mediante unas pocas e indolentes pinceladas tal y como aseguran los informes enviados desde Austria?


El asunto no da para muchas bromas. Primero, porque el animalillo resulta ser uno de los pocos miembros de la corte de Felipe IV por el que el genio sevillano, tan hermético y misterioso, tan poco dado a registrar sus pensamientos en escritos o cartas, expresó su afecto, recogido por Antonio Palomino, autor de la primera biografía del pintor publicada en 1724. Y segundo, y sobre todo, porque, si los cuadros han sufrido daños en el viaje, conviene que quede claro que son responsabilidad del museo propietario y no del que los recibe. “Aunque rara vez encontramos alguna incidencia”, confesó en tono tranquilizador Elisa Mora.


El examen, que se repite con exacta minuciosidad antes de la devolución, recuerda a las circunstancias, ciertamente más pedestres, que rodean el alquiler de un coche. Los expertos sobrevuelan el cuadro con eficacia, intercambian frases en voz baja que resultarían incomprensibles al profano incluso aunque fuesen audibles y hacen sus anotaciones en un documento. En él se recogen detalles como el tamaño exacto de la obra o el tiempo del préstamo. También incorpora un diagrama en el que las faltas del marco y el lienzo (repintes, craquelados, pequeños desconchones de pintura) son consignadas con rigurosidad.


Si en ese momento de máxima ex­­pectación el intruso tiene el mal gusto de preguntar si tanta comprobación se debe a las exigencias impuestas por las aseguradoras (en este caso, el Estado), que avalan estos intercambios con enormes cantidades de dinero, el conservador Portús, cuyo trabajo se debate entre la frialdad de la ciencia y la calidez de la belleza, contestará: “Lo que importa es la integridad de las obras; nuestra responsabilidad es que sigan inspirando al hombre en los siglos venideros”.


El experto se había maravillado poco antes de la concesión del Kunsthistorisches, cuyo departamento de pintura dirige Sylvia Ferino. El museo accedió a retirar el cristal de cuatro de las siete obras prestadas. Porque en esto, como en el resto de las órdenes de la pintura antigua, también hay escuelas. El Prado pertenece a la categoría de pinacotecas que se inclinan, siempre que sea posible, por no poner barreras, por muy transparentes que sean, entre el visitante y los secretos de las obras.


Y en este caso, lo cierto es que se agradece: pocos placeres pictóricos merecen más la pena que asomarse literalmente al abismo de la pincelada del artista, tan levemente genial, sin reflejos de por medio. Solo así, opina Portús, se puede apreciar su arte con el debido esplendor. En la última década de su carrera, a la que corresponden estos cuadros, el artista alcanza la plenitud de sus facultades. Se suceden con asombrosa cadencia las obras maestras y la necesidad (reconozcámoslo, Velázquez no era ningún mártir del trabajo) se hace virtud: el pintor dota de una nueva dimensión al concepto de lo inacabado, como se puede comprobar en el sensacional retrato de la infanta María Teresa, prestado para la ocasión por el Metropolitan de Nueva York. El pelo de la muchacha, tan fosco como dictaba la genética de los Austrias, luce una asombrosa sucesión de adornos de mariposas que van trepando hasta su origen de crisálida, una simple mancha con aire de premonición impresionista en la paleta del autor.


La directora Feryno llegó una semana y media después de las obras, para representar al museo vienés en la inauguración madrileña y subrayar con su presencia lo proclamado días antes en conversación telefónica: “Esta es una ocasión muy especial. Nunca prestamos el lote al completo; de hecho, hemos optado por cerrar el espacio que habitualmente ocupa, porque sería inútil tratar de tapar un hueco como ese”. Como contraprestación, el museo austriaco contará con la ayuda del Prado para montar una muestra velazqueña el próximo año que también recalará en el Louvre. “Viena y Madrid han vuelto a colaborar ahora a través de la diplomacia cultural”, añade el director del Prado, Miguel Zugaza.


No es ni mucho menos la primera vez que las muchachas son usadas como moneda de cambio. “En los siglos XVI y XVII, las relaciones entre la línea austriaca y la española de la casa de Habsburgo estuvieron condicionadas por un complejo entramado de lazos conyugales que servían para afianzar los intereses políticos y confesionales que ambas ramas compartían”, escribe en el catálogo de la exposición la investigadora Andrea Sommer-Mathis. La tendencia, sostenida desde los tiempos de Carlos V, “el último soberano que gobernó la totalidad del imperio”, se acentuó en el reinado de Felipe IV, que a finales de la década de los cuarenta del siglo XVII se encontraba recién enviudado de María, su primera mujer, y al frente de una corona en sus horas más difíciles: en bancarrota, en guerra contra Portugal y Francia, y en desesperada búsqueda de un heredero, que, tras la muerte por viruela de Baltasar Carlos, no llegaría hasta 1661, con el nacimiento de Carlos II.


El relato de la exposición arranca en realidad con las segundas nupcias del Rey Planeta, que accedió, tras la muerte de su único hijo varón, a casarse en 1649 con la prometida de este, Mariana de Austria. Un acontecimiento de tal importancia requería de la inestimable colaboración de Velázquez, que para eso era del pintor de la corte. Al pobre, la historia lo sorprendió en Roma, en la segunda de sus anheladas estancias italianas y en pleno triunfo como artista oficial del círculo del papa Inocencio X (actividad que recibe la atención debida la primera parte de la muestra).


No le quedó otra al pintor que volver en contra de su voluntad. En Madrid le esperaba una enorme demanda de retratos cortesanos, que debían enviarse a, pongamos por caso, el emperador austriaco Fernando III, padre de la nueva reina. “Velázquez tenía el monopolio sobre esa labor”, recuerda Portús. “Eso, unido a que era un pintor que no pintaba mucho y que además tenía que atender su puesto como aposentador, dio como resultado una gran producción de su taller”.


De la infanta María Teresa, por aquel entonces el objeto más deseado de la política matrimonial europea, se pintaron multitud de cuadros con fines promocionales. No en vano era pretendida por Fernando IV de Austria, por el archiduque Leopoldo Guillermo y por el que acabaría siendo su marido, Luis XIV, rey francés en guerra con España. Como parte del cortejo, todos solicitaban, a falta de Facebook, retratos de la casadera capaces de “ilustrar debidamente sus cualidades físicas”, como escribe en el catálogo Andrea Sommer-Mathis.


Los tejemanejes dinásticos tampoco fueron ajenos a la pequeña infanta Margarita, fruto del segundo matrimonio de Felipe IV. Con tanto trasiego pictórico, no cuesta imaginar la natural inclinación por el arte de posar de las protagonista de Las meninas, ese gran sol en torno al que en el fondo gira toda la exposición. Una de las joyas más destacadas del lote vienés es el último de los “tres cuadros que el rey español mandó a Viena como promoción” de la niña, en este caso vestida de azul y que se prometió con el emperador Leopoldo I a la edad de ¡nueve años! Dadas las circunstancias, el novio tuvo que resignarse a consolar la espera contemplando este magistral retrato, pintado por Velázquez en 1659.


¿Y Felipe IV? Bueno, al soberano dejó de hacerle tanta gracia verse representado a medida que fue cumpliendo años. Con el pintor sevillano le unió una relación de casi cuatro décadas, que algunos estudiosos, como Jonathan Brown o Bartolomé Benassar, autor de una biografía recién publicada en Cátedra, se inclinan a considerar cercana a la amistad. El artista realizó 15 retratos del monarca (“creó para España y el resto del mundo la imagen del soberano”, escribe Benassar), el último de los cuales, de 1654, forma parte de la exposición. Le fue arrancado contra su voluntad, quizá mera coquetería expresada en 1653 en la respuesta a una misiva de la condesa de Paredes de Nava: “No fue mi retrato [que le habían solicitado] porque ha nueve años que no se ha hecho ninguno, y no me inclino a pasar por la flema de Velázquez, así por ella como por no verme envejeciendo”.


Seis años después de terminado el real lienzo, el pintor murió, en 1660. Ocho días más tarde le seguiría su esposa, Juana Pacheco. Acaso no por casualidad, el último cuadro en emerger de los cajones fue aquel viernes de octubre en las salas del Prado La familia del pintor, de Juan Bautista Martínez del Mazo, casado con la primogénita de Velázquez y uno de los discípulos cuya labor es objeto de la exposición, junto a la de Juan Carreño de Miranda. Ambos perpetuaron y condujeron en otras direcciones el retrato español a la muerte del maestro. Por más que su composición y acabado maravillen a uno de los correos vieneses, las comparaciones resultan bastante odiosas para la pintura de Mazo enviada desde Austria, que puede contemplarse en un juego metapictórico como “el reverso de las Meninas”, según Portús.


Cuando los operarios hubieron terminado de colgar el lienzo familiar, la sala del Prado fue quedando vacía de gente y en perfecto estado de revista ambiental: “De 18 a 20 grados de temperatura y con una humedad controlada entre el 50% y el 55%”, según explicó, como quien recita un credo de conservador, la coordinadora de la exposición, Carmen Morais, que ve en este preciso instante el final de un túnel de trabajo de un par de años que se fueron en tareas de gestión, solicitudes de permisos y resoluciones de sudokus logísticos.


Al fondo, al lado de la puerta por la que accederán los visitantes, 20.796 en la primera semana según cálculos del museo, quedan arrumbados en abstracta armonía escultórica los cajones de pino en los que viajaron los cuadros. Con lo cara que está la madera, ¿no irán a tirarlas a la basura?, pregunto. Y no, tampoco esta parte de la historia obedece a los criterios de productividad que rigen ahí fuera, en el mundo real. Del Prado, las piezas de embalaje viajarán a un almacén a las afueras de Madrid, donde permanecerán hasta principios de enero en las mismas condiciones atmosféricas de la sala. Ya saben, “de 18 a 20 grados de temperatura y con una humedad controlada entre el 50% y el 55%”.


Todo sea por el bienestar de las chicas.

Compartir | Recomendar Noticia | Fuente: El País (IKER SEISDEDOS) | Fecha: 30/10/2013 | Ver todas las noticias



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