‘Caso Gurlitt’: un enigma alemán
Persiste el misterio sobre el paradero del octogenario marchante alemán Cornelius Gurlitt, que ocultó durante décadas 1.500 obras, algunas desconocidas.
No consta si el octogenario Cornelius Gurlitt había leído los cuentos del detective Dupin cuando decidió, hace medio siglo, que la mejor protección para su tremendo tesoro artístico sería dejarlo en un piso normal y corriente, al alcance posible de visitantes inoportunos o cacos de medio pelo . La incriminatoria carta robada del cuento de Poe escapó a la policía porque estaba a la vista de todos, como una carta cualquiera.
La colección de arte de Gurlitt pasó más de 50 años perfectamente camuflada en la insignificancia, tras una puerta sin particulares sistemas de blindaje o alarma y una placa metálica con el apellido de un propietario en el que nadie reparaba. Su edificio en el barrio muniqués de Schwabing muestra la sobriedad elegante propia de los mejores años 50 alemanes, pero aunque no cabe dudar de la vecina del sexto cuando la proclama “una casa decente”, nada en el 1 de la Artur-Kutscher-Platz sugiere que el anciano del quinto ocultó allí, durante décadas, 1.500 obras de artistas de primera fila, entre ellas algunas piezas desconocidas hasta hoy.
El misterio que rodea el caso persiste desde hace una semana. Una foto de Hitler y la fabulosa suma de “más de mil millones de euros” abrieron entonces boca en el semanario Focus a la novelesca historia de una colección perdida con obras de Picasso, Matisse, Beckmann, Macke o Durero de la que nadie supo hasta 2010. Unos funcionarios de aduanas sospecharon en ese año de un anciano que llevaba 9.000 euros encima al regresar desde Zúrich a la capital bávara. Investigaron durante dos años y, en febrero de 2012, obtuvieron una orden judicial que les dio acceso al piso de Cornelius Gurlitt.
Hildebrand Gurlitt, su padre, había sido uno de los pocos marchantes elegidos por los nazis para vender las piezas de arte degenerado que hicieron retirar de los museos y galerías públicas. También hacía negocios con familias judías que tuvieron que dejar Europa. La Fiscalía sospecha que una colección guardada de aquél modo en un piso particular podría estar compuesta de obras robadas a familias judías durante la dictadura de Hitler.
El propio Hildebrand sufrió represalias por su parcial ascendencia judía y por su proximidad a las vanguardias artísticas, pero colaboró con el régimen traficando con las piezas degeneradas por una comisión de al menos el 5%. Los Aliados lo sabían cuando lo detuvieron en 1945 en el castillo de Aschbach, al norte de Baviera, donde había escapado huyendo del Ejército Rojo proveniente de su ciudad natal Dresde.
Los especialistas estadounidenses en preservar el patrimonio artístico europeo durante la II Guerra Mundial, conocidos como monument men, le requisaron 163 piezas. Se presentó como una víctima y explicó que tuvo que trabajar para los nazis tras perder su negocio en los bombardeos aliados. Logró que le devolvieran su colección en 1950. En la documentación que queda en Washington sobre aquellas obras requisadas y devueltas figuran algunas halladas ahora en el piso de su hijo. Entre ellas, un autorretrato de Otto Dix que la Fiscalía de Augsburgo presentó el martes como una obra de arte desconocida hasta ahora. El garrafal error demuestra cómo Baviera se ha negado a colaborar con expertos internacionales para resolver el misterio de Gurlitt.
Hildebrand murió en un accidente en 1956. Su madre declaró a las autoridades alemanas que habían perdido los cuadros y los archivos familiares durante los masivos bombardeos aliados de Dresde. Pero todo indica que ella y su hijo Cornelius vivieron de lo que sacaban de aquella colección supuestamente calcinada. A él no se le conoce otra ocupación que cuidar las piezas heredadas y sacarlas a la venta con cuentagotas.
Cuando dieron con ellas en 2012, las autoridades acusaron a Cornelius Gurlitt de apropiación indebida y de evasión fiscal y, tras informar al Gobierno de Angela Merkel, encargaron una investigación a la experta berlinesa en arte degenerado Meike Hoffmann. No se informó a las asociaciones de supervivientes del Holocausto ni a las organizaciones que representan a las víctimas de los nazis. Los fiscales aspiraban a que nadie se enterase del asunto. Lo lograron durante un año y medio.
“Lo contrario, como se está viendo ahora, es contraproducente para la investigación”, dice al teléfono el fiscal de Augsburgo Matthias Nickolai. Es ostensible la irritación entre los funcionarios que llevan el caso. El hallazgo causó sensación en todo el mundo y provocó un aluvión de críticas y de reclamaciones. La presión, mediática y política, crece a diario incluso proveniente de Estados Unidos, adonde escaparon muchas familias judías huyendo de los nazis. También Berlín pidió a las autoridades bávaras que aceleren el proceso de identificación.
La experta Hoffmann investiga 500 de las 1.400 piezas halladas. Desbordada por la atención, responde a los correos con un texto automático de disculpa.
Asombra que ni ella ni la Fiscalía preparasen una estrategia de comunicación por si el asunto salía a la luz. Ahora se limitan a pedir tiempo, el mismo que podría faltarles a los supervivientes de la rapiña nazi con posibilidades de recuperar obras perdidas. Se niegan los fiscales a publicar una lista completa con imágenes en Internet. La capacidad de autocrítica no es la primera virtud de la implacable máquina funcionarial alemana. Dice el fiscal Nickloai que no saben dónde está el sospechoso, pero sostiene que “la Fiscalía siempre ha sido capaz de encontrarle”.
Gurlitt tiene una casa en un barrio patricio de Salzburgo, en Austria, donde no lo han visto desde hace tiempo. También ha contado con otro piso en el barrio de Schwabing. Hace dos años invitó allí a expertos de la galería de Lempertz, de Colonia, para mostrarles el último de los cuadros que vendió para vivir. Se trata de un gouache de Max Beckmann titulado El domador de leones. Karl-Sax Feddersen, asociado de Lempertz explica que “ese piso estaba limpio y bien amueblado”.
La vivienda del tesoro se ve, en cambio, desordenada y mal ventilada, con cartones de zumo de uva y otros embalajes apilados hasta un vestíbulo oscuro que huele a cerrado. Gurlitt dijo a los galeristas que los recibía en la casa de su recién fallecida madre. Ella vivió en la misma dirección donde se han encontrado los cuadros. Posiblemente, en la vivienda contigua del mismo edificio.
El flemático Feddersen se entusiasma levemente con el beckmann que vendieron para Gurlitt: “De lo mejor que hemos tenido en la casa”. El coleccionista compartió los beneficios con la familia de Alfred Flechtheim, galerista judío que tuvo que malbaratar o abandonar muchas piezas cuando escapó de Alemania en 1933.
El hijo del marchante Hildebrand “sabía lo que tenía”, pero no mostró apego sentimental hacia la obra, que llegó “ligeramente dañada y sucia”. No les ofreció más obras ni mencionó el resto de su colección. El anciano vestía correctamente, con traje y se mostró reservado y cortés. Los mismo creen recordar de él los vecinos de su piso en Schwabing. Tal destreza adquirió Gurlitt en pasar desapercibido que hoy, tras una semana copando portadas y noticieros de todo el mundo, nadie sabe siquiera si sigue vivo.