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La marca imbatible

La marca imbatible

Los cuadros y esculturas de Koons son siempre adquiridos por cifras vertiginosas, a pesar de que en ocasiones se trate casi de esa idéntica obra.


Solo hay un artista que supere los precios de Jeff Koons: el propio Jeff Koons. De hecho, en cada nueva venta, en cada nueva subasta, Koons se convierte en el protagonista de una carrera sin freno que a nadie parece asombrar demasiado por lo repetido del fenómeno. Sus cuadros y esculturas son siempre deseados y adquiridos por cifras vertiginosas, a pesar de que en ocasiones se trate casi de esa idéntica obra: obras con algo de trabajos en serie que él mismo busca y manufactura. De hecho, desde que hace su aparición —triunfal— a mediados de los ochenta, en una escena neoyorquina muy contaminada por el warholismo y lo que este significa en cuanto a apropiaciones se refiere, la crítica se divide de forma rabiosa entre quienes le aman y quienes le desprecian y hasta quienes quieren buscar significados ocultos en sus propuestas.


Koons se apresura a contradecirlos. Como Warhol dijera que no había nada debajo de la superficie de sus pinturas y sus películas, Koons advierte que no es preciso perseguir significaciones ocultas en su producción: no existen. Debajo de la repetición, la apropiación, el kistch y hasta el mal gusto sin paliativos no hay nada más que lo aparente. No parece mucho, desde luego.


Entonces, ¿qué busca el público en este artista que, pese a todo, parece haber envejecido mal con un regusto demasiado ochentero? El público busca tal vez ya muy poco al margen de la noticia en las subastas que se van sucediendo. La pregunta debe quizás ser otra: ¿por qué fascina tanto al big money Jeff Koons? La respuesta no parece desde luego obvia, más allá de un fenómeno claro: el mercado, caprichoso y voraz, suele mantener arriba lo que está arriba y a veces, muchas veces, lo sigue lanzando más arriba si cabe. Pero, ¿qué ha catapultado a Koons hasta lo más alto? En el fondo, no fascinan sus obras de regusto pop, ni las esculturas irónicas, ni esas pinturas que, por muy emblemáticas que sean, no siempre son tan especiales o dignas siquiera de que se les dedique una mirada. Quizás lo que fascina al público y, sobre todo, a las grandes fortunas, sea su fórmula con algo de performance cada vez. Y no me refiero solo a aquellas míticas fotos con Cicciolina que recorrieron el planeta en su momento auspiciando algo tenebroso del mundo actual, lo banal de la política y a veces hasta del arte.


Lo que Koons vende es algo que tiene que ver con lo mismo que vende Damien Hirst, y no en vano ambos están ligados a una de las galerías más poderosas, una galería global, además, la Gagosian. Lo que venden, en primer lugar, es algo muy sutil que no tiene que ver demasiado con la calidad de la obra, ni siquiera con el prestigio o la moda. Lo que se adquiere es al artista como icono, ya que —sospecho— todos los que pagan esas cifras astronómicas por tener una obra de Koons en casa —o en el museo— sueñan con poseer al propio artista. Tampoco es tan nuevo: el artista como icono, como performance y como la propia obra de arte es otra invención de Warhol y en esto también es Koons un claro warholita. La cuestión es si de verdad se quiere uno llevar a casa a Koons y, según parece, la respuesta es sí para ese big money que lo compra. Aunque con menos promoción, menos escándalo y menor cobertura de grandes galerías quizás las cosas serían muy diferentes. Quién sabe.


Compartir | Recomendar Noticia | Fuente: El País (Estrella de Diego) | Fecha: 14/11/2013 | Ver todas las noticias



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