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'El desprecio del Gobierno hacia la cultura es una vileza insoportable'

'El desprecio del Gobierno hacia la cultura es una vileza insoportable'

Arturo Pérez-Reverte 'bucea' en el mundo del grafiti con 'El francotirador paciente'.


Arturo Pérez-Reverte es un flaco inflamable que va por la vida con los huesos por fuera. Gasta una energía anfetamínica. Tira de una parla entusiasta y se arrima por igual a los pormenores de la escritura y al noctambuleo furtivo del mundo del grafiti. Mantiene intacta la curiosidad de aquel joven reportero del diario Pueblo, galeón de papel (según Raúl del Pozo) donde convivían pícaros y bohemios que amaban sin límites esta "puta profesión", capaces de vender a su madre por mojar en portada.


Pérez-Reverte viene de aquel Mayflower de la calle Huertas de Madrid. Y se le nota. Se apasiona y se cabrea en la misma conversación varias veces. No tiene ni dios ni amo. Pero tampoco a eso le da demasiada importancia. "Sé lo que digo. Y cómo lo digo. Pero no tiene ningún mérito. Yo tengo para comer todos los días", se excusa. Pero lo dice.


El nuevo territorio de su escritura tiene por cauce los mundos interiores del grafiti. En ese espacio sitúa el galope de su nueva novela: El francotirador paciente (Alfaguara). Una espeleología por las cavernas de los escritores de paredes. Un paisaje de tapias, vías de tren, maderos, comisarías, cocheras de tren, amores, lealtades y traiciones que tienen a Sniper, un grafitero invisible, como eje. Sniper es un furtivo idolatrado por los apóstoles del spray, capaces de arriesgar la vida por alguien que no han visto jamás, como devotos de un dios desquiciado. Y, junto a él, un empresario con ansia de venganza. Y entre medias, Alejandra, una historiadora del Arte rigurosa y lesbiana que empuja con delicada contundencia la trama.


Por la novela cruza una banda sonora de mucha metralla. El hip hop sale dando gritos. Y ciudades. Y paisajes. Marginalidad e idolatría que combustionan en una prosa cortada a cuchillo. Y, a veces, con la hoja del bardeo untada en tétano. "La idea de acercarme al mundo del grafiti comenzó en Verona", cuenta Pérez-Reverte. "Poco antes de llegar al balcón de Julieta, que recreó Shakespeare, hay una bóveda llena de pintadas, firmas de enamorados, chicles pegados en forma de corazón, candados y demás. Es un espacio muy barroco, muy hortera, muy extraño. Al llegar me quedé sorprendido con el escenario. Después, en Roma y en otras ciudades, comencé a fijarme en los grafitis. Y la historia empezó a rodar".


Lo que encontró dentro de esa cofradía callejera fue mejor de lo que intuía. Códigos inquebrantables de lealtad, una ética propia, una querencia por la tribu, unas reglas firmes, una actitud, una estética... Borrar la firma de otro grafitero es traicionarlo, desafiarlo. Los tags (firmas) son sagrados. Por perpetrar una buena rúbrica en un sitio imposible puede uno dejarse la vida. (En la novela sucede algo así).


Pérez-Reverte ha aprendido con ellos a oler los trenes, las vías y los solares. Son una comunidad esteparia que disfruta bordeando el Código Penal. "Los años de reportero en tantos lugares difíciles me han dado habilidad para infiltrarme en territorios hostiles. Si he podido estar junto a mercenarios en Serbia o con narcotraficantes en Sinaloa, también podía ser aceptado por unos chavales de Villaverde Bajo", comenta el escritor y académico.


Formó parte de aquellas bandas lobunas que salen por las noches a firmar vagones y muros. Se arrastró por túneles. Huyó de los jurados [profesionales de la seguridad privada]. Bebió cerveza con la peña... "Y escribí esta novela con el afán de reflejar un mundo urbano que a veces se queda en la anécdota del vandalismo. Pero hay mucho más". Por ejemplo, gente que cree en la guerrilla urbana. Pero una guerrilla sin ideología. Su única certeza es que "si es legal no es grafiti". "Son chavales, muchos de ellos en paro o en situaciones complicadas, que disfrutan viendo cómo rula su firma. Que se arriesgan. El suyo es un mundo real que se sabe distinto. Pero no tienen nada que ver con antisistemas. Es gente legal que no tiene fe en conceptos solemnes como patria, nación, bandera, arte... Su credo se hace con palabras como grafiti, colega, solidaridad, dignidad y orgullo. Asistir al ejercicio de esas reglas marginales que convierten a algunos hijos de puta en tipos respetables es algo fascinante", exclama.


Con Pérez-Reverte sucede que mientras uno digiere un asunto, él ha saltado a otro. "Pero no creo que el grafiti sea arte. Y muchos de ellos, los más auténticos, tampoco quieren que sus pintadas sean consideradas así. El arte es la línea que les separa. Ellos quieren escribir en las tapias, dejar su impronta. El grafiti es su identidad. Y cuando alguno salta al arte lo consideran un vendido, un comepollas, un traidor", sostiene con las córneas saltando del rostro como un trompetista de Nueva Orleans.


Eso es lo que ha pasado con Banksy, uno de los referentes de Pérez-Reverte para dar forma al protagonista de El francotirador paciente, junto a detalles de Saviano y Salman Rushdie. "Esa mezcla de los tres dio por resultado a Sniper, sí... Respecto al arte, ya te digo, ellos están lejos de esas pretensiones. Y yo tampoco creo que lo suyo sea estrictamente arte. Aunque sí es una forma de cultura. Y, a veces, mucho más auténtica de lo que ofrecen galerías y museos. Pienso en Damien Hirst, por ejemplo, que me parece un estafador".


Y hablando de Cultura, ¿cómo ve el panorama? "El desprecio con el que este Gobierno trata la Cultura es de una vileza insoportable. No digo que los anteriores lo hicieran mejor, pero al menos disimulaban. Estamos en un momento terrible. Y buena parte de culpa la tiene también el mundo de la cultura. Casi nadie alza la voz. Los intelectuales, en su mayoría, se han escondido. Es acojonante". Y en esto, cuando le entra al pato laqueado del chino del Palace, Arturo Pérez-Reverte entra en erupción con una cerveza Tsingtao empuñada como un cóctel molotov.

Compartir | Recomendar Noticia | Fuente: El Mundo (Antonio Lucas | Madrid) | Fecha: 28/11/2013 | Ver todas las noticias



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