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El pintor de las mil caras

El pintor de las mil caras

El cuarto centenario de la muerte de El Greco permitirá en 2014 volver a su obra sin tópicos. "¿Por qué alargaba las figuras? Porque son más bellas", afirma el historiador Fernando Marías. Varias exposiciones analizarán su carácter único y su influencia en la vanguardia del siglo XX.


De pie ante la reja que separa el coro del resto de la iglesia, la superiora de Santo Domingo el Antiguo se queja de que la gente no va a ver sus grecos. “Toledo está muy comercializado y el turismo va a cinco cosas. Aquí no vienen porque no saben, porque no los traen o porque se pierden”, explica María del Pilar García-Argudo, de 73 años, la mujer que está al frente de las 11 monjas cistercienses que habitan el convento en el que ella ingresó en 1962. Mientras dos de sus compañeras pliegan cajas para mazapanes al calor de una estufa, la superiora avisa humildemente de que ella cuenta “la tradición, no la historia”, que la historia la sabía una compañera suya que murió. A veces la tradición y la historia coinciden. A veces, no. No coinciden, por ejemplo, en que la cripta que señala la monja a los pies de la reja contenga los restos de El Greco. Es cierto que Santo Domingo el Antiguo fue el lugar en el que lo enterraron tras su muerte el 7 de abril de 1614 y para el que pintó uno de sus últimos grandes cuadros —la Adoración de los pastores que hoy cuelga en el Museo del Prado—, pero también es cierto que cuatro años después las monjas pidieron a su hijo que se llevara los restos.


Puede que los operadores turísticos no hagan justicia al convento, pero los historiadores no dejan de señalarlo como un hito en la carrera del artista cretense. No en vano fue uno de sus tres primeros trabajos a su llegada a España en 1577. La injusticia del turismo moderno queda patente si pensamos que los otros dos fueron sendos encargos de la catedral de Toledo para su sacristía —El expolio de Cristo que, recién restaurado, puede verse en el Prado hasta el 15 de enero— y de Felipe II para El Escorial —El martirio de San Mauricio—. Apenas instalado en la Ciudad Imperial, Doménikos Theotocópulos se centró en El expolio y en los trabajos para Santo Domingo el Antiguo: el retablo mayor y dos laterales, es decir, un pedido que suponía la ejecución de ocho lienzos. Hoy el convento conserva tres. El resto son copias cuyos originales están en Madrid, Chicago o San Petersburgo. Además de un hito, el convento es, así, un buen resumen de la suerte de El Greco: su vinculación a Toledo, los pleitos con sus clientes, la dispersión de su obra.


Cuando alguien se acerca a preguntarle por los grecos que quedan en el altar mayor, la madre María del Pilar señala los dos rotundos juanes, el bautista y el evangelista. Luego, sin que nadie pregunte, se justifica sobre los ausentes: “¿Que salieron cuadros? Pues claro que salieron. ¿Iban a estar los cuadros ahí y aquí las personas pasando penurias? Cuando yo entré en el convento hace cincuenta años había ratas como liebres. Ahora vivimos de esto y de aquello”, dice señalando los dulces, “pero entonces la gente no nos daba nada. Ni trabajo nos daban”.


Donde hay trabajo estos días es en la sacristía de la catedral. Acaba de terminar la restauración de los frescos de Lucas Jordán en la bóveda y, entre andamios, todos esperan la vuelta del Expolio, un cuadro que impone incluso por el vacío que dejan en la pared sus casi tres metros de altura. A su lado estarán El prendimiento de Cristo por Goya —ya colgado— y las 13 telas de uno de los varios apostolados pintados por El Greco y sus ayudantes. Lo cuenta en su despacho el deán, Juan Sánchez, al que le gustaría reabrir la sacristía el 23 de enero, día de san Ildefonso, patrón de la ciudad. “¿A qué es la estrella?”, pregunta destacando las virtudes del Expolio, cuyo precio provocó en su día un pleito sonado entre la catedral y el cretense. El cabildo lo tasó en 227 ducados, el pintor reclamaba 900. Tras meses de disputa, una amenaza de cárcel templó las pretensiones del artista. “Esas cosas pasan. También yo les pido a los albañiles que trabajan en la sacristía que se moderen”, dice el deán para zanjar las viejas desavenencias entre sus predecesores del siglo XVII y su actual estrella. “En El Escorial no lo entendieron, pero en Toledo se le recogió”, añade refiriéndose a otra de las puertas que se le cerraron al cretense al poco de llegar a España. Si la catedral toledana era un cliente deseado, el más deseado era El Escorial, en plena construcción. Para ese monasterio Felipe II encargó a El Greco El martirio de san Mauricio, una obra que pagó generosamente, pero que desterró de su destino original. Ni al Greco le gustó la arquitectura de El Escorial, ni al rey le gustó el cuadro de El Greco.


Empañadas las relaciones con dos de los grandes mecenas de la época, el pintor se refugió en los retratos, la pintura devocional para particulares y, por fin, la gran fuente de encargos para cualquier artista que quisiera trabajar en España: los retablos. Es decir, se refugió en Toledo, una ciudad con más de 20 parroquias, casi 40 conventos y 62.000 habitantes (hoy tiene 82.000). Así era el lugar al que llegó frisando los 36 años para morir con 73, la ciudad en la que tuvo un hijo y en la que nunca dejó de ser un extranjero que no dominaba el español. El Greco había nacido en 1541 en Candía, la actual Heraklion, capital de Creta, que por entonces pertenecía a Venecia. Allí trabajó como pintor de iconos antes de marchar a la ciudad de la laguna y a Roma para estudiar la técnica occidental. En Roma pasó dos años en los que tuvo tiempo de enemistarse con el todopoderoso cardenal Farnese, poner a prueba su orgullo veneciano y conocer la obra del difunto Miguel Ángel, según él, “un buen hombre que no supo pintar”. También de conocer a los nobles castellanos que animaron su desembarco en Toledo. A partir de 1577 la suerte de Doménikos Theotokópulos quedó unida para siempre a España, para la historia y para la leyenda.


Ni místico ni español.

A separar una y otra ha dedicado años Fernando Marías, autor de la gran obra moderna sobre el artista cretense: El Greco. Historia de un pintor extravagante (Nerea). Recién ampliado y reeditado, el libro de Marías es un concienzudo repaso a una vida de la que se sabía poco y a una obra de la que se ha dicho de todo. También una máquina de demoler lugares comunes. Coordinador científico de la Fundación El Greco 2014, creada para conmemorar el cuarto centenario de la muerte del artista, es también el comisario de El griego de Toledo, la gran exposición antológica —la primera en Toledo curiosamente— que en marzo podrá verse en el Museo de Santa Cruz. En su libro Fernando Marías traza un perfil de El Greco alejado de los tópicos que lo retratan como hombre religioso apartado del mundanal ruido, pero integrado en la sociedad toledana hasta hacer de su obra el símbolo del alma española. “El problema que venimos arrastrando con El Greco en el imaginario colectivo”, explica el historiador en su casa de Madrid, “es que se nos ha vendido como un pintor hermético del que se sabe muy poco y redescubierto en torno a 1900. O sea, un artista con interpretación, pero sin documentación. Y eso es falso. Se empezó la casa por el tejado”. Hace un siglo, cuenta, se conocían 37 documentos; ahora, más de 500, a los que hay que añadir sus abundantes anotaciones a Vitruvio y Vasari: “Hoy tenemos un perfil muy diferente. ¿Un artista apartado y dócil? ¡Si machaca a pleitos a sus clientes y es un impertinente con Felipe II! No entrega el san Mauricio porque dice que no le llegan los lienzos desde Venecia… Es lo contrario de un místico despegado de la realidad: interesadísimo por el dinero, buscando estrategias comerciales, siempre en números rojos y justificando su pintura con argumentos que nada tienen que ver con la religión. Cualquiera que escribe sobre arte en esa época habla de pintura religiosa en cada párrafo, y en las 20.000 palabras de sus notas no hay una sola sobre religión”. Por el lado de la españolidad del pintor, Marías es igual de contundente: “Hemos hecho un Greco español hasta las cachas, pero él juega a otra cosa. Firma sus cuadros en griego y se presenta como un pintor de Grecia que además está a la última porque se ha modernizado en Italia. Se considera un hombre extravagante, distinto. Por eso su pintura tiene que ser distinta y tener un precio distinto. Tiene que cobrar más porque tiene valores añadidos”.


Con esas pretensiones, el choque de El Greco con la realidad española es frontal. Si en Italia se tenía a los pintores en cierta consideración intelectual, en España sus deseos de libertad, su altísima autoestima y su idea de lo que era un artista choca con un concepto mucho más artesanal de la pintura. Se adaptó de mala manera al mercado hispano, pero se adaptó. Y el modo en que lo hizo es la espina dorsal de otra de las grandes exposiciones toledanas del año que viene: El Greco. Arte y oficio. Su comisaria, Leticia Ruiz, jefa de pintura española del Renacimiento del Museo del Prado, cuenta en su despacho de la pinacoteca que la muestra —“muy pedagógica”— tratará de explicar qué es un gran greco, qué es un greco y taller, qué es un taller solo y qué son las copias. Reivindicando, además, la idea misma de taller. “Nosotros, por mor del mercado artístico, rebajamos el concepto taller, que es básico hasta el romanticismo, momento en que empezamos a sobrevalorar la idea de obra única”, dice.


Respecto a la adaptación de El Greco, Leticia Ruiz señala su reconversión en artista total, es decir, en pintor-diseñador de retablos, lo que le llevará a montar un obrador con aprendices, entalladores, doradores y ensambladores. Una empresa con media docena larga de empleados que además introducirá en España algo habitual en Europa: un grabador que ayude a difundir masivamente los cuadros. Hoy lo llamarían nueva línea de negocio. Poniendo orden en tal océano de imágenes y culminando el trabajo iniciado por José Álvarez Lopera, fallecido hace cinco años, Leticia Ruiz tiene previsto presentar en 2016 el catálogo razonado de El Greco. Para ello revisa el que Harold Wethey estableció en 1962 con 286 obras. Con el taller serían entre 300 y 400.


¿Por qué esas caras largas?

En Toledo, muy cerca de la iglesia de Santo Tomé, que alberga El entierro del señor de Orgaz, abrió en 1911 la llamada Casa de El Greco. Un siglo después, en 2011, se abrió en el mismo lugar el Museo del Greco. El nuevo espacio explica el contexto histórico del artista cretense, exhibe 19 cuadros suyos —entre ellos la que dicen es su mejor serie de apóstoles— y disipa las dudas sembradas cien años atrás: la Casa de El Greco nunca estuvo allí sino más abajo, cerca del Tajo, en un barrio de pescadores. También a unos metros del museo, en un parque cercano, está el monumento levantado en 1914 para conmemorar el tercer centenario de la muerte del artista. Fue el momento culminante del redescubrimiento con ojos y métodos modernos del pintor manierista. Su exponente más claro fue la monografía que Manuel Bartolomé Cossío, de la Institución Libre de Enseñanza, le dedicó en 1908. Todos los expertos ponderan la dedicación de Cossío al griego de Toledo, pero Fernando Marías no olvida poner en contexto ese trabajo: “En torno a 1900 España procede a una apropiación y modernización de El Greco. Esto no se ha escrito, pero en todos los catálogos del Prado hasta 1910 El Greco es un pintor italiano. Ese año, por arte de birlibirloque, pasan a catalogarlo como de la escuela española”. Marías, además, matiza el redescubrimiento decimonónico del artista. “El Greco nunca se olvidó. Desde su época se le valoró mucho como pintor de retratos —Velázquez lo tiene muy presente—, pero menos como autor de pintura religiosa porque añade un exceso de belleza, demasiada inventiva, cosas superfluas que distraen de la oración”.


Amén de para hacer exposiciones irrepetibles, restaurar El expolio, abrir al público después de 400 años la capilla de San José, llevar visitantes a Santo Domingo el Antiguo y colocar en los circuitos el deslumbrante Hospital Tavera, el Año Greco habrá servido de mucho si aclara de una vez al común de los mortales por qué El Greco alargaba las figuras. ¿Misticismo? ¿Astigmatismo? ¿Estaba loco? ¿Usaba locos como modelos? Marías remite a las propias notas del pintor: “¿Por qué alargar las figuras? Porque son más bellas”, responde el historiador. “Eso lo demuestran las mujeres de Toledo, que se ponen taconazos, chapines dice él. Todos queremos ser más largos, y si nos tocan con Photoshop, mejor”. ¿Y esos cuerpos retorcidas que tanto disgustan a sus detractores? “Como la gente no habla en las pinturas, hay que darles una expresión de vida a través del movimiento”. Por su parte, Leticia Ruiz recuerda que alargar las figuras es propio del manierismo, no algo exclusivo de El Greco, y subraya que, según este, no se puede representar igual a un santo que a un hombre aunque se le dé forma humana: “Basta comparar las figuras terrenales del Entierro del señor de Orgaz con las celestiales”.Ruiz subraya también que cada época ha tenido unos ojos para El Greco. A favor y en contra. De ahí la importancia de la mirada moderna para su éxito actual: justo lo que horrorizó a los clasicistas del siglo XVIII deslumbró a los románticos del XIX y a sus herederos, los vanguardistas del XX.


Cubista y expresionista.

“El Greco, el Románico y los primitivos italianos son los tres ejemplos máximos de cómo el arte nuevo obliga a mirar de manera distinta el arte anterior”, apunta Valeriano Bozal, que acaba de publicar Historia de la pintura y la escultura del siglo XX en España (Antonio Machado). No es casual que el Museo del Prado dedicara una exposición monográfica a El Greco en 1902, seis años antes de que Cossío publicara su estudio y nueve antes de que se abriera en Toledo la casa del artista. También por entonces Picasso estaba fascinado por La apertura del Quinto Sello del Apocalipsis, un greco final que resultó clave para el nacimiento de Las señoritas de Aviñón (1907). El malagueño lo había visto en el estudio parisino de Ignacio Zuloaga, que se lo había comprado a un médico cordobés por mil pesetas (6 euros) durante un viaje por España acompañado por Rodin, al que no consiguió contagiar su entusiasmo por el cretense. “El cubismo tiene origen español, y yo fui su inventor”, declarará Picasso décadas después, ya en los años cincuenta. “Debemos buscar influencias españolas en Cézanne… Observa la influencia de El Greco en su obra. Ningún pintor veneciano, excepto él, realiza construcciones cubistas”. Veneciano, dice.


Ese cuadro, hoy en el Metropolitan de Nueva York, será en verano una de las piezas centrales de El Greco y la pintura moderna, una exposición en el Museo del Prado que rastreará la influencia del cretense en artistas como Manet, Kokoschka, Jackson Pollock, Francis Bacon y, por supuesto, Cézanne y Picasso. Junto al Apocalipsis y al Caballero de la mano en el pecho —decisivo para todo pintor de retratos—, el otro hito de la muestra será el, que se sepa, único cuadro de tema mitológico pintado por El Greco, Laocoonte, toda una revelación para los expresionistas centroeuropeos. “Un cuadro lleno de espacio (…) único, inolvidable”, escribió Rilke después de verlo en Múnich (hoy está en Washington) y semanas antes de viajar a Toledo. De camino hizo una parada en el Prado. Allí contempló “los cuadros de El Greco con apasionamiento, con asombro los de Goya y con todo el respeto posible los de Velázquez”.


En su despacho del Casón del Buen Retiro, Javier Barón, jefe del departamento de pintura del siglo XIX del museo madrileño y comisario de El Greco y la pintura moderna, explica la influencia de esos dos cuadros para uno de los caminos más transitados del arte de vanguardia: “Así como Velázquez es la referencia para aquellos pintores que van hacia el naturalismo (Courbet, Manet), El Greco lo es para los que buscan una transformación de la pintura (cubismo, expresionismo, surrealismo)”. A eso hay que añadir, cómo no, su dosis de leyenda: “A los americanos les interesa también como artista que, creen, se aparta voluntariamente de la corte y se va a Toledo, como un outsider”.


Una vez más, Fernando Marías recuerda que la fascinación moderna por El Greco tiene, además de una vertiente estética, una vertiente económica. “Ese redescubrimiento”, señala, “supone también un redescubrimiento comercial. Las cosas que hace la historia del arte no son inocentes ni sin consecuencias. En torno a 1900-1920, El Greco se convirtió en un pintor con un montón de cuadros que nunca habían pasado por el mercado, es decir, que se podían subir los precios. ¿Eso qué supone? Presentarlo como un precursor de los movimientos contemporáneos para que todos los que quieren ser modernos, pero con un pintor antiguo, lo encuentren en El Greco”. En esa espiral de modernidad se restauran algunas de sus obras partiendo de la idea de que es expresionista y siniestro. “Lo sabemos por restauraciones recientes. ¿El caballero de la mano en el pecho tiene un bonito fondo gris? Pues se acentúa la negritud. ¿San Luis, rey de Francia tiene un paisaje con unas espléndidas nubes? Se cubren, porque tenía que ser un rey loco de aspecto enajenado”. ¿Y qué piensa cuando oye decir que algunos apóstoles de El Greco son casi de Bacon? “Es demasiado. Que El Greco es un pintor voluntaria y realmente moderno en su época es cierto, pero en 1600, no en 1900. El descubrimiento de los artistas siempre es operativo: tratan de encontrar una autoridad del pasado para justificar sus propias invenciones. El Greco tiene tal variedad que cada uno ve en él lo que le interesa. Es un poliedro que se puede coger por cualquier cara”.

Compartir | Recomendar Noticia | Fuente: El País (JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS) | Fecha: 16/12/2013 | Ver todas las noticias



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