El año del colapso
El sector de la moda cierra un 2013 agridulce y busca un nuevo horizonte en los accesorios tecnológicos.
Tras dos años convulsos, la moda encaraba 2013 dispuesta a disfrutar de una etapa de plácidos éxitos. Es cierto que el frenesí provocado por la incertidumbre económica generalizada y por un escenario en transición en el sector se ha aplacado. Pero su lugar lo han ocupado meses agridulces y deslavazados que claman por que la industria encuentre una brújula moral.
El optimismo de la recuperación del mercado en la Navidad de 2012 duró poco. En abril, la muerte de 1.132 trabajadores en el colapso de un taller textil en Bangladesh obligó al mundo a enfrentarse con la terrible realidad que se esconde bajo la moda de usar y tirar. Fue uno de los mayores desastres industriales de la historia y provocó acalorados debates sobre la necesidad de mejorar las condiciones en los países que producen las prendas que lleva el planeta. En mayo se logró que cinco grandes compañías —entre ellas, Inditex y H&M— suscribieran un acuerdo sobre seguridad y en julio se revelaron los detalles de un plan al que, ante la magnitud de la indignación, ya se habían sumado 70 empresas. Pero la tragedia reveló un problema todavía más profundo: lo insostenible de un sistema voraz y esclavizante que ha dinamitado todos los modelos sensatos de diseño, confección, distribución y compra de ropa. Más allá de exigir los imprescindibles mínimos de seguridad, no está claro que la raíz del problema sea reversible. Los compradores no parecen dispuestos a modificar unos hábitos de consumo de moda que exigen una rotación histérica y unos precios irrisorios. Y las compañías mucho menos a renunciar a los beneficios que genera esta rueda de locura que ellas mismas han promovido.
Pero la continua aceleración siempre tiene un límite. Los grandes conglomerados del lujo, que parecían ajenos a la crisis, han visto ralentizar este año sus cifras de crecimiento. LVMH, Kering (antes PPR) y Prada han publicado números todavía al alza, pero inferiores a lo esperado. El descenso de la velocidad a la que se incrementa el mercado en China y la saturación en la apertura de tiendas son algunos de los argumentos que se esgrimen para explicar el cambio de tendencia. En el otro extremo del espectro, Inditex ha registrado un crecimiento del beneficio del 1% en los nueve primeros meses del año. En ese mismo periodo, en 2012, la subida fue del 27%. ¿Ha afectado todo esto a las creaciones en sí? Desde luego. Un repaso a los diseños que han protagonizado titulares arroja un resultado poco menos que desolador. En 2013 volvió el grunge, las sudaderas, los préstamos del armario masculino para las mujeres y los ombligos al aire. Todo un prodigio de originalidad, riesgo e inventiva, vamos.
Aunque también ha habido notas positivas. Durante las últimas dos décadas, el auge del sector se ha sustentado en una fórmula: tomar una firma histórica y olvidada, colocarle un creador atrevido y convertirla en un fenómeno planetario. Así se resucitó Gucci, Dior o Louis Vuitton. Pero el modelo está en las últimas y, tras desempolvar los nombres de Worth, Vionnet o Schiapareli, ya apenas quedan casas por rescatar. Por eso en 2013 los grandes conglomerados han fijado por primera vez su atención en la construcción de etiquetas nuevas y han apostado por marcas jóvenes. Altuzarra y Christopher Kane han recibido la inversión de Kering; Nicholas Kirkwood y J.W. Anderson, la de LVMH. Este último, además, ha sido elegido para reemplazar a Stuart Vevers en Loewe (plaza que quedó libre en junio) y el grupo ha creado un premio al mejor joven diseñador que se fallará en 2014 y estará dotado con 300.000 euros. En esto, Europa ha aprendido la lección de Estados Unidos. La Semana de la Moda de Nueva York ha conseguido un nivel de relevancia insólito gracias a su apuesta por los nuevos creadores. Precisamente este año se cumplen 10 desde el nacimiento de un programa impulsado por el Council of Fashion Designers of America (CFDA y Vogue que ha lanzado a toda una generación de diseñadores que hoy parecen imprescindibles pero que han surgido de la nada en este plazo: Proenza Schouler, Alexander Wang (hoy en Balenciaga), Jason Wu (hoy en Hugo Boss)…
Cabe felicitarse porque 2013 se haya convertido en una celebración del genio de Azzedine Alaïa. Una exposición en el Museo Galliera de París (que se puede ver hasta el 24 de enero), una nueva tienda en el epicentro del lujo de esa ciudad (a un paso de la Avenue Montaigne) y el anuncio de la creación de un perfume ponen al diseñador en una nueva órbita, tras medio siglo de extraordinario trabajo. Y de enorme fidelidad a sí mismo. En 1979, Michele Cressole escribía: “Es el más discreto de los grandes modistas, puede que porque sea el último. Los profesionales de la moda le conocen por haberle propuesto en vano trabajar para ellos. Inmortalizar su nombre en una marca no le tienta”. ¿De cuántos artistas se puede seguir decir exactamente lo mismo 35 años después?
Ha habido más buenas noticias. Josep Font ha conseguido que el debut de Delpozo en Nueva York sea un éxito en términos de repercusión mediática y de apertura de puntos de venta internacionales. Nicolas Ghesquière ha puesto fin a un año de retiro al fichar por Louis Vuitton, tras la salida de Marc Jacobs de la casa en octubre. Pero acaso lo más prometedor esté por venir. La gran oportunidad de la industria está en los accesorios tecnológicos (la llamada wearable technology: gafas, relojes y mucho, mucho más) y en las sinergias que pueden (y deben) crearse entre las firmas de tecnología y las de moda. Se abre un mundo nuevo de posibilidades. En el que ojalá no se repitan los errores cometidos en el viejo.