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Óleos en alta definición

Óleos en alta definición

Cuatro videocreaciones de Bill Viola dialogan con los clásicos en la Academia de Bellas Artes. Las piezas del estadounidense se mezclan entre lienzos de Zurbarán, Goya y Ribera.


Bill Viola, gurú del videoarte, recorre las salas de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid, rodeado de una nube de cámaras, clicks y periodistas. De pronto, se detiene, y con él su séquito. Señala el Cristo en la cruz, de Alonso Cano (1640), a pocos metros de él, tan resplandeciente que parece retroiluminado por miles de pequeñas bombillas. Agita las manos, hace muecas, resopla y susurra al director del museo: “Eso…Eso… ¡Qué maravilla!”.


Hay que esperar aún algunos segundos para que Viola vuelva a la realidad. “Espero quedarme aquí, voy a construirme una casita en un rincón”, bromea el artista estadounidense entre óleos de Ribera, Zurbarán y Goya. Sus obras, al menos, sí lo harán: las cuatro instalaciones contenidas en la exposición Bill Viola [en diálogo] estarán entre los grandes maestros, charlando con ellos, entre este sábado y el 30 de marzo. “Siempre ha habido una separación entre ellos y nosotros. Y estamos equivocándonos en ver el arte como algo lineal. Los clásicos estarán aquí mucho después de que nosotros nos hayamos ido”, explica Viola. Tras él, su Quinteto de los silenciosos, se camufla entre los lienzos.


La Academia de Bellas Artes no está acostumbrada a la afluencia que, intuyen, atraerá la llegada de Viola, acentuada por el estreno de Tristán e Isolda en el Teatro Real. El museo no suele superar los 100.000 habitantes anuales, y el director del proyecto, Javier Blas, está inquieto: “Se van a juntar los que vienen a ver a Goya y los que vienen a verle a él. Tenemos que estudiar cómo acoger al público, no sabemos qué puede pasar”.


Las piezas que verán los visitantes, creadas en 2000 y 2001, tratan de salvar los siglos que las separan de sus predecesoras para reflejar, no ya su estilo, sino su espíritu. En palabras del comisario, Jordi Teixidor, “no es una apropiación, sino una forma de adentrarse en un mundo de espiritualidad y reflexión”. Los personajes de Viola, detenidos en una cámara lenta interminable, lloran como piedades, se ocultan tras misteriosas sombras velazqueñas y llegan al éxtasis de una Santa Teresa. En alta definición.


“Cuando era estudiante”, cuenta Viola, “pensaba en el futuro, no en el pasado. No podía comprender aún quiénes eran los maestros ni qué lugar ocupaban en la Historia. Entonces, mi madre murió”. Y narra su conversión, el derrumbamiento de su universo de píxeles, entre el busto de la Dolorosa de Pedro de Mena y su obra del mismo título, un díptico de plasma donde un hombre y una mujer se deshacen en lágrimas silenciosas. “Aprendí que había algo más allá de la tecnología. El valor de la vida. El misterio de ser parte de algo más grande que nosotros mismos”.


Tender la mano al clasicismo suponía abrazar la tristeza, el dolor, el drama (“Algo de lo que me habían enseñado a distanciarme”, se lamenta Viola). En Montaña silenciosa casi se escucha el estruendo del cuerpo humano rompiéndose en una catarsis pública. Los músculos tensados y las venas a punto de estallar contrastan con la calma de los retratos que la rodean. En la sala de Goya, una de las más visitadas del museo, las sombras del pintor se acentúan frente al díptico Rendición. Un hombre y una mujer se acercan a su reflejo en el agua —elemento habitual, como el fuego, en las composiciones del videoartista—, que se rompe y distorsiona cada vez con más fuerza, mientras se acrecienta la violencia del movimiento pendular. “La destrucción del yo, el proceso de eterno renacimiento que se ha repetido como un ciclo en el cosmos”, explica. Junto a él, el Entierro de la sardina, de Goya, con su celebración de la muerte y el cambio de ciclo, parece darle la razón.

Compartir | Recomendar Noticia | Fuente: El País (CLARA MORALES | Madrid) | Fecha: 13/01/2014 | Ver todas las noticias



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