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Cuando el arte llega a ser un icono

Cuando el arte llega a ser un icono

En el siglo XX objetos profanos como cuadros y esculturas se tornan imágenes sagradas gracias a la publicidad, el cine, la TV... ¿Cómo se convierten en mitos?


Las grandes obras de arte han acabado pegadas en neveras (pines), paseando por las calles (camisetas) o protegiendo un café con leche (tazas). Son santo y seña de una sociedad de consumo que las sacó de los museos para que todos los mortales pudiéramos disfrutar de un trocito de eternidad. Pero, ¿qué hace que una obra de arte se convierta en icono y éste en mito? ¿Cuándo y por qué pasa de ser un objeto profano a una imagen sagrada? Aunque no parece que haya una fórmula infalible, la periodista e historiadora de arte Francesca Bonazzoli, autora del libro «De Mona Lisa a los Simpson. Por qué las grandes obras de arte se han convertido en iconos de nuestro tiempo» (Lunwerg), junto a Michele Robecchi, crítico de arte y comisario, nos da algunas pistas: «Una obra de arte necesita de cuatro elementos fundamentales para ser famosa: lo que se dice, quién lo dice, cómo se dice y dónde se dice».


Según Malraux, «los museos no solo exponen obras maestras, sino que también las crean». Lo sabe muy bien el Louvre, que incluso dedicó una sala para que los fieles adoren, cual becerro de oro moderno, a su venerada «Gioconda». Para llegar a ser un icono, la obra de arte también necesita que su autor tenga una personalidad singular: que sea un pintor atormentado (Toulouse-Lautrec, Munch), mujeriego (Picasso), excéntrico (Warhol, Dalí), que se suicidara siendo pobre y sin conocer la fama (Van Gogh)... Si la obra en cuestión ha sufrido algún robo (la «Gioconda»), ha sido atacada («La Ronda de Noche» de Rembrandt, «La Piedad» de Miguel Ángel), u objeto de algún tipo de censura, polémica o escándalo («La Maja desnuda» de Goya, «El beso» de Klimt, «Desayuno en la hierba» de Manet), cuenta con muchos puntos a su favor para convertirse en un mito. Si el pintor y la modelo ya son un mito (Warhol y Marilyn), la cosa resulta inevitable.


El control de las imágenes.

A partir de los sesenta, con el boom de la sociedad de consumo, la publicidad, el cine y la televisión hicieron el resto. Warhol eleva a los altares artísticos las sopas Campbell, la Coca-Cola, el jabón Brillo... «El arte –dice Bonazzoli– se apropia de la publicidad». Maurizio Cattelan, artista que ha creado algunas de las obras contemporáneas más polémicas, afirma en el prefacio del libro que «quien desea ejercer su dominio sobre las masas desde siempre produce y controla las imágenes: antaño los papas y los reyes; en la actualidad las agencias publicitarias. No podemos dejar de mirarlas, nos atraen de manera irresistible. Acaban por obsesionarnos». Aunque es consciente de que «a lo mejor no todos los artistas estarían orgullosos de ver su obra reproducida en tazas y pantuflas», cree que es así como han alcanzado la eternidad. Nadie es perfecto...


La «Venus» de Boticelli, izada a icono por el mundo de la moda, «ha tenido que esperar a Claudia Schiffer para ser famosa», según Cattelan. Y otra mítica Venus, la de Milo, ha servido para vender sujetadores, teléfonos, agua mineral, cereales... «Si la Venus tuviera brazos...», rezaba el anuncio publicitario de Kellogg’s en 1910. Son dos de los treinta iconos que se analizan en este libro. El «Discóbolo» de Mirón, que tanto admiraba Hitler –no paró hasta adquirirlo–; «Laocoonte y sus hijos» y «La Victoria de Samotracia» son piezas de la Antigüedad a las que ha mirado la sociedad contemporánea. Esta última inspiró al mismísimo James Cameron para su escena más célebre de la aclamada «Titanic»: Leonardo DiCaprio y Kate Winslet, con sus brazos extendidos en la proa del barco. Un barco, por cierto, convertido a su vez en icono moderno. Y el «Laocoonte», obra maestra de los Museos Vaticanos, sirvió curiosamente de modelo a un Travolta con pantalón de pata de elefante que reinaba en las pistas de baile en «Fiebre del sábado noche».


Cine, música, moda, deporte...

Los grandes maestros del Renacimiento italiano tampoco han escapado a la mirada voraz de la sociedad de consumo, que los adora. «La Última Cena» y la «Gioconda», de Leonardo, han sido copiadas, y profanadas, hasta la saciedad. El robo en 1911 de esta última, que Napoleón mandó llevar a su habitación en las Tullerías, acabó de inmortalizarla. La gente incluso acudía en masa al Louvre para ver la pared vacía donde antes colgaba el cuadro. En la tienda del museo parisino la Mona Lisa ilustra todo tipo de merchandising imaginable, amén de ser musa de músicos como Cole Porter, Bob Dylan y Elton John. Miguel Ángel tampoco escapó a las garras de la publicidad: su «David», icono de la belleza masculina, se ha tornado un icono gay. Banksy le colocó un chaleco antibalas y una cadena de restaurantes de comida sana le puso michelines y una hamburguesa en su mano. El lema:«Muy mal, no ha comido en Freshii». Si Buonarroti levantara la cabeza... Ni su sacrosanta «Creación de Adán» de la Capilla Sixtina se ha salvado: inspiró el logotipo de Nokia y el cartel del celebérrimo «E.T.» de Spielberg, otro icono moderno.


Y, hablando de cine, «La joven de la perla», película basada en la novela de Tracy Chevalier, que protagonizaron Colin Firth y Scarlett Johansson, provocó que este icónico lienzo del icónico Vermeer lo fuera aún más, desbancando a «La lechera». La musa del pintor ha «vendido» lápices, toallas... Otro cuadro, «Noctámbulos», de Hopper, ha sido clave en las carreras cinematográficas de Hitchcock o Wenders. La música también ha sido muy permeable al arte (Coldplay escogió para la carátula de su disco «Viva la vida» el icónico cuadro «La libertad guiando al pueblo», de Delacroix). Y la moda (Mario Sorrenti se basó en «Desayuno en la hierba» de Manet para una campaña para Yves Saint Laurent con Kate Moss como protagonista; también Saint Laurent hizo una colección en homenaje a las célebres composiciones en rojo, azul y amarillo de Mondrian). Y el deporte («La gran ola de Kanagawa», de Hokusai, fue escogida para publicitar una conocida marca de bañadores).


Manzanas, rollos de cocina e inodoros.

La manzana que colocó Magritte en el rostro de hombre con abrigo y bombín ha dado mucho de sí en el siglo XX: fue el logo de la discográfica fundada por los Beatles y del gigante informático creado por Steve Jobs. Como en el Edén, fue de nuevo la manzana de la discordia, pues ambos se enzarzaron en una batalla judicial por los derechos de tan disputada fruta.


Ni siquiera ha habido compasión con mitos de la Historia del Arte como «La persistencia de la memoria» de Dalí (acabó decorando rollos de papel de cocina) y «El Pensador» de Rodin, que ha servido para promocionar inodoros... Un visionario, Duchamp, sin duda.

Compartir | Recomendar Noticia | Fuente: ABC (NATIVIDAD PULIDO | MADRID) | Fecha: 20/01/2014 | Ver todas las noticias



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