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Seven On seven. Espacios entre la galería y la incubadora empresarial

Seven On seven. Espacios entre la galería y la incubadora empresarial

Desde hace cuatro años, el New Museum de Nueva York y Rhizome están llevando a cabo un experimento para explorar el papel que los artistas pueden tener en los procesos de innovación tecnológica y social. Se llama Seven On Seven y en sus cinco ediciones ha emparejado a decenas de artistas con fundadores de startups y tecnólogos.


Es difícil contar la historia de las relaciones entre arte, diseño y el medio digital a lo largo de las últimas dos décadas sin cruzarse con la figura de John Maeda. El nipon-estadounidense, hijo del dueño de una fabrica de tofu, es una personalidad polarizante, con tantos seguidores como detractores, pero su influencia se ha dejado sentir en múltiples campos a lo largo de las últimas dos décadas. Sus primeros campañas digitales para compañías como Shiseido marcaron el camino de la primera estética interactiva en la Web. Sus deliciosos Reactive books de finales de los noventa entrarían en la colección del MoMA, a la vez que sus proyectos artísticos -más irregulares- se presentaban en instituciones y galerías de peso, como Nature, su individual en la Fundación Cartier o sus muestras en Riflemaker, la galería londinense que le representa.


Su legado en el mundo de la educación resulta más difícil de discutir. Durante casi una década fue uno de los activos más valiosos del ya legendario Medialab del MIT. De su grupo sobre Estética y Computación surgió una generación de creadores digitales y un paradigma determinante, el diseñador-artista-programador que gracias a su alta capacitación técnica podía utilizar el lenguaje original de su herramienta, el código informático, para abrir nuevos espacios estéticos. Su etapa más reciente la ha dedicado a repensar y ampliar el campo de acción de una de las escuelas más respetadas de EE. UU., la Rhode Island School of Design (RISD), que ha presidido durante 4 años.


El nuevo destino profesional de Maeda, lejos de centros de investigación, museos y escuelas, tiene tanto de simbólico que sirve de excusa para una reflexión a fondo. El pasado diciembre, Maeda anunciaba que dejaba su puesto en RISD para convertirse en socio de Kleiner Perkins Caufield & Byers, una de las compañías de capital riesgo más importantes de Silicon Valley. A lo largo de las últimas tres décadas, la firma ha facilitado con su financiación el arranque de gigantes de la tecnología como Google, Electronic Arts, Amazon o America Online. La nota de prensa que anuncia el fichaje incluye una grandilocuente declaración por parte de la leyenda del diseño digital, capaz de entusiasmar a varias generaciones de ministros, consejeros y concejales de cultura: “Creo que el arte y el diseño transformarán nuestra economía en el siglo XXI de la misma manera que la ciencia y la tecnología lo hicieron en el siglo XX”. Mientras que parece cada vez más difícil defender la cultura como una conquista social y un derecho colectivo, hablar del impacto económico de las prácticas y las industrias culturales se está convirtiendo en el único modo tolerado de hablar de la cultura, al menos desde las políticas públicas. Ya no es sólo a través del consumo de contenidos, o del turismo cultural o del auge del mercado del arte. El fetiche de la innovación -ese ámbito gaseoso en que se juntan creatividad, investigación y olfato empresarial- esta abriendo nuevas ventanas de oportunidad para los creadores, a los que se les supone especialmente preparados para participar en ejercicios transdisciplinares que pueden tener un valor extraartístico. La suposición es que los artistas han de ser innovadores natos, así que quizá tienen algo que decir en los procesos de innovación social y empresarial.


Desde hace cuatro años, el New Museum de Nueva York y Rhizome -la web de referencia sobre arte digital desde hace más de una década- están llevando a cabo un experimento para explorar el papel que los artistas pueden tener en los procesos de innovación tecnológica y social, o al menos preguntarse sobre los elementos a partir de los que la cultura artística y la de la emprendeduría pueden entablar una conversación. El proyecto se llama Seven On Seven y en sus cinco ediciones -cuatro en Nueva York y una en el Barbican Centre de Londres- ha emparejado a decenas de artistas visuales y digitales con fundadores de startups y tecnólogos.


Una idea en 24 horas.

La idea original de Seven On Seven parte de dos referencias, una del mundo del arte y otra de la cultura de Silicon Valley. La primera es 9 Evenings, la célebre colaboración en 1966 entre artistas de la escena de Nueva York e ingenieros de la firma Bell Labs para realizar una serie de “experimentos a medio camino entre el arte y la tecnología”. La segunda es el formato del ‘hackaton', una metodología de trabajo común en la cultura tecnológica hoy que busca producir resultados de manera rápida a través de un proceso de trabajo muy intenso en pocas horas.


En cada edición, los organizadores ponen en contacto a siete artistas reconocidos con siete personalidades del mundo de la tecnología, ya sea fundadores de startups, asesores respetados o creadores de herramientas tecnológicas. Cada una de las parejas tendrá 24 horas para desarrollar una idea, que puede tener la forma que deseen: desde una aplicación o un producto a un servicio o una pieza de arte. Al día siguiente, participarán en un evento público a puertas abiertas en el que tendrán que explicar no sólo su proyecto, sino sobre todo su proceso colaborativo y de qué maneras establecieron un lenguaje común para trabajar juntos, partiendo desde posiciones alejadas.


La idea promete y se vuelve aún más interesante al ver los nombres de los participantes en las ediciones pasadas. Por el lado de los artistas, nombres establecidos como Susan Phillipz, RAQS Media Collective o Rafael Lozano-Hemmer; ganadores del Turner como Mark Leckey y jóvenes de moda como Ryan Trecartin. Entre los tecnólogos, fundadores de startups de éxito como Foursquare, Tumblr o Delicious, junto a responsables de casos de éxito -Harper Reed, el “chief tecnology officer” de la última campaña electoral de Obama- o incluso activistas digitales como el tristemente fallecido Aaron Swartz.


Dadas las limitaciones del formato (24 horas desde el primer encuentro hasta la presentación en público), medir el éxito del proyecto por los resultados de las colaboraciones sería injusto. Muchas colaboraciones no acaban produciendo más que la conversación entre ambos creadores, o ideas que claramente necesitan más trabajo. Pero también hay hallazgos, como el servicio imaginado por Harper Reed y Lozano-Hemmer. Friendfracker, un antídoto contra la diarrea informacional que favorecen las redes sociales, elimina al azar diez contactos de tu lista de amigos de Facebook, sin permitirte elegir cuáles serán.

Compartir | Recomendar Noticia | Fuente: El Cultural (JOSÉ LUIS DE VICENTE) | Fecha: 21/01/2014 | Ver todas las noticias



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