De IVA y vuelta
¿De verdad alguien se cree que la culpa de lo que estamos viviendo en el mundo del arte español la tiene la cuantía de un impuesto? En absoluto. Es responsabilidad de artistas, galeristas, ferias... y del Estado.
No es raro que durante estos últimos años de crisis, varios medios de comunicación y de una manera insistente pregunten sobre la opinión que nos merece el IVA sobre el arte, que hasta ayer estaba al 21 por ciento... sin duda porque se supone que esta desproporcionada medida, única en Europa, es la razón por la cual el mercado del arte sufre y se resiente. Y es por esta circunstancia por la que me he visto envuelto en cavilaciones y conjeturas sobre este gravamen, sobre este recorte, sin duda sorprendente, y sobre las consecuencias derivadas de esta normativa que pudieran incidir sobre el mercado del arte. Inevitablemente a este número veintiuno se le ha hecho responsable de todos los males que afligen al planeta artístico.
Como todo el mundo sabe, el mercado del arte no existe, no existió nunca y nunca existirá en nuestro país. No existirá —insisto— ni siquiera sin IVA, y las razones que quisiera avanzar se me antojan poderosas y para analizarlas no basta con detenerse en los últimos años de este principio de siglo. Creo que deberíamos remontarnos a situaciones y vicisitudes de carácter secular. Las ocasiones irremediablemente perdidas de acercarnos a Europa, y en consecuencia al mundo, se desvanecieron entre otras cosas con el exilio de los llamados afrancesados y la derrota de Napoleón, de la que tanto nos ufanamos. Pronto nos dimos cuenta de que nunca, por ejemplo, podríamos contar con el mensaje de Byron, el poeta-viajero: “[…]¡Yo también moriré!… ¿Dónde? ¡Quién sabe! Desesperado y con una herida abierta pudiera hallar mi tumba, como el ave, quizás en roca estéril y desierta”. (Última Lamentación). Ni tampoco nosotros, intelectuales y artistas, pudimos aventurarnos en busca de pertrechos y armas rotas, abandonados en aquel desolador paisaje para después de la batalla por las llanuras de Waterloo. Y ni menos aún recitar aquello de La muerte de los artistas con Baudelaire: “Hay quienes no lograron conocer a su Ídolo, / escultores malditos, marcados por la infamia; / que en vano se golpean en la frente y el pecho”.
En resumidas cuentas, la modernidad había pasado por delante de nuestras narices sin volver la cabeza y sin que nos diéramos cuenta del desastre. Sí, la modernidad, que no la vanguardia emergente y la moda muy en boga hoy, panacea de cursis y tontos.
No insistiré en lo que vino después: intransigencia religiosa, subdesarollo, pobreza, analfabetismo y sobre todo crueldad. Situaciones éstas que ya anunciaban la pérdida de las colonias y el blindaje de los Pirineos. La Generación del 98 y la del 27 nos dieron algo, pero poco. Luego Primo de Rivera, la confusa y débil República, la Guerra Civil, el exilio, la represión, el aislamiento y luego la luz con la Transición, oscurecida por aquel estúpido y azucarado “café para todos” y “el que se mueva no sale en la foto”. Sin olvidar —para no perder la sonrisa— la movida. Pero todo ésto, naturalmente con matices, nos lo explica mejor Juan Pablo Fusi.
Y para mí el Liceo Francés, el Prado, el alejamiento sin retorno en Francia y en Italia, el exilio y la visión en directo de una cantidad considerable de cuadros del siglo veinte, fuera ya del recuerdo difuso de las malas y agradecidas reproducciones en blanco y negro de aquella revista de arte que se llamó Goya: ver y tocar los lienzos, porque en aquellos años se nos permitía ver y tocar lienzos de Picasso, Derain, Giacometti, Ernst, Picabia y tantos otros de los que conocíamos apenas su existencia. Pero a estas alturas de la película, ¿de verdad alguien se cree que la culpa de lo que estamos viviendo la tiene el IVA al 21 por ciento? En absoluto. Pues no. La culpa en primer lugar la tenemos nosotros, los artistas, seres sonámbulos y disciplinados, sin dignidad ni ética ni orgullo. Sí, nosotros —repito—, porque si no nos respetamos a nosotros mismos, cómo vamos a pretender que un híbrido de ministerio nos respete. Nosotros, metidos en un ridículo Erasmus autonómico y tardío, subvencionados aunque no mucho. Asistiendo impasibles a bajezas, prebendas y corruptelas varias, únicamente preocupados por sacar tajada de un esqueleto. Manipulados por ocho años catastróficos de zapaterismo y dos de rajoyismo. Insultados e ignorados por un Ministerio con un Secretario de Estado a la cabeza interesado solamente en hacernos creer que es progre y que, con idénticos y pesados tomos de páginas amarillas bajo el brazo, nos habla en diferentes foros de Hegel, olvidándosele convocar el Premio Velázquez, creado por su propio partido, convencido de que ninguno de nosotros se habrá dado cuenta del atropello.
No exentos de responsabilidad se sitúan en segunda posición los marchantes que, al primer estornudo, cierran sus galerías, abandonando a su suerte a los artistas y casi siempre a los crédulos raros coleccionistas que creyeron en ellas, liquidando sin cuidado el stock mínimo que les queda a través de sospechosas casas de subastas tercermundistas. Y para guinda, ARCO a la cabeza de todo este desaguisado, con sus pequeñas parcelas de poder y sus inútiles mundanidades. Feria obnubilada, sin rumbo, desnortada, crecida en la idea de ser la primera gran cita del arte mundial después de Basilea, sin comprender aún que la verdadera protagonista de la feria es Madrid, que siempre encantará a provincianos y extranjeros porque se pueden emborrachar a buen precio y hacerse servir una paella —pongamos por caso— a las dos de la mañana. Oigo a propósito del IVA al 21 por ciento que los coleccionistas foráneos prefieren comprar obras en el extranjero, porque les cuesta menos que las ofrecidas por las galerías españolas. Y es cierto, porque lo que aquí llega —por lo general— es de segunda elección: obras de segunda categoría, la mayor parte quemadas y rechazadas por otros foros, consignadas en depósito por marchantes internacionales en plan de “a ver si cuela”.
Bastantes galerías, las nuestras, sin historia, sin depósitos propios, nutridas —en su época— del dinero del Estado, recibido en forma de compras la mayor parte sin sentido. Me comentaban últimamente que el ochenta por ciento de las obras compradas por la Junta de Andalucía fueron adquiridas en una sola galería de Madrid.
También podríamos hablar de museos autonómicos sin contenido, sin obras, sin colecciones, o con colecciones emergentes, que es casi lo mismo. Sedes autodestruidas, politizadas, basadas en el clientelismo (el IVAM de Valencia, el CGAC de Santiago, el MUSAC de León, entre otros …) Dejándonos, para demostrar que la excepción confirma la regla, únicamente tres instituciones dignas, serias, competentes e independientes: el Prado, el Reina Sofía y el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Para qué seguir enumerando desmanes y estupideces practicadas por las ya desaparecidas brigadas internacionales de curators, consejeros de colecciones, conservadores, asesores artísticos, directores de ferias, etc…
Hace bastantes años, cuando España no parecía que estuviera tan mal, recuerdo un brillante artículo de Julio Llamazares en estas mismas páginas. Se lamentaba el escritor por lo que le tocaba vivir y, cual desesperado Segismundo, no dejaba títere con cabeza. Enumeraba Llamazares sistemáticamente y con detalle lo que se le aparecía siniestro, ridículo y a veces sorprendente y terminaba su texto con una exclamación que sonaba algo así como “¿y yo qué hago aquí?”.
Pues yo pondré punto final a estas reflexiones de la misma manera: ¿y yo qué pinto aquí?