Vender el patrimonio
Que el mundo está cambiando de un modo que ni siquiera podemos sospechar es algo que parece claro, aunque no entendamos aún la dimensión del cambio.
Sin lugar a dudas, la revolución digital, que ha puesto en jaque a la prensa en papel, el mundo editorial o la industria cinematográfica entre otros sectores, tiene una envergadura sólo equiparable a la invención de la imprenta hace ya muchos siglos.
No sé si es bueno, pero desde luego es irremediable y en cualquier caso parece excitante ver cómo las cosas cambian de forma trascendental delante de los propios ojos. Es un poco como vivir en medio de una novela de ciencia ficción que casi quince años después ha hecho realidad los pronósticos milenaristas de la tan publicitada llegada del 2000. ¿Se acuerdan? En aquellos momentos se hablaba de un regreso a las ciudades medievalizantes con gentes viviendo en las calles, violencia incontrolada también desde del establishment…. Parecía un presagio siniestro y exagerado que nunca iba a llegar. Y, pese a todo, está aquí, entre nosotros, en lugares lejanos como Caracas o Ucrania y en medio de las aceras de Madrid, Barcelona o Burgos. Porque algo profundo se ha transformado y saca a las personas a las calles a pedir esas cosas que antes se solicitaban en las ventanillas. Es algo que tiene un sabor a la vez sombrío y lleno de energía que recuerda a la conocida película de Jim Jarmusch The Last of England . Presiento que la desaparición de los cines y las librerías es sólo una parte muy pequeña de ese cambio que es más que tecnológico: nos hallamos sin duda frente a una profunda transformación de ciclo en la cual todo lo que creímos que no podría pasar nunca, puede suceder en cualquier momento. Por ejemplo, vender el patrimonio.
De hecho, los ejemplos han ido proliferando, si bien en algunos casos hayan tenido un –casi- final feliz. Si hace simplemente cinco años nos hubieran contado que el conocido Art Institute de Detroit, uno de los mejores museos de Estados Unidos y una institución ligada a la municipalidad, se vería obligada a vender su colección para sostener su abultada deuda no lo hubiéramos creído. Y, sin embargo, fue así. Cuando todo estaba a punto de salir a subasta, el espíritu pragmático norteamericano –y su conciencia civil- inventaba una fórmula para que una fundación se hiciera cargo de las piezas, entre otras cosas porque se dictaminaba que el ayuntamiento no podía pagar los errores de su gestión con el patrimonio de los ciudadanos.
Y es aquí donde está la patata caliente que puede ser aplicada a la venta de edificios históricos por parte de los gobiernos municipales –o centrales y autonómicos-, como está ocurriendo en nuestras ciudades. ¿Es lícito –y no digo legal porque no soy jueza- que se venda lo que pertenece a todos para paliar los fastos pasados y presentes, la mala gestión de los políticos en suma?
La respuesta no es sencilla y la venta de “los Miró” portugueses -uno de los cuales se muestra en la foto- ha puesto el dedo en la llaga de la cuestión y la polémica. La cosa no es, desde luego, cómoda para nadie. Tanto es así, que la conocida casa de subastas Chrisitie’s ha decidido parar la venta –de la que se iban a sacar unos 70 millones de euros, en el fondo muy poca cosa para la envergadura del asunto y teniendo en cuenta las cifras de los desfalcos que salen a la luz entre las corrupciones. Lo oscuro respecto a la legalidad última de la maniobra ha hecho que la casa de subastas, una de las más serias e influyentes del mundo, haya decidido no meterse en un compromiso de estas características, presionada incluso por instituciones y demandas portuguesas.
Y es aquí donde surge la pregunta incomodísima, al margen de lo legal que es básico: ¿de verdad merece la pena vender el patrimonio por cifras que en el fondo no arreglan nada? Porque claro que 70 millones es muchísimo dinero para la mayoría de nosotros, pero con que se devolvieran algunas de las propinas sustraídas con operaciones corruptas se recuperaban rápido. Una gota en el mar de la deuda. Bien es cierto que la colección de Miró, llegada a manos del Estado a través de una maniobra rocambolesca que la hizo pasar de un banco con supuestos problemas al Estado mismo, no era esencial para Portugal –pues Miró no lo es-, pero ¿de verdad es imprescindible llegar a estos extremos para salvar, literalmente, sólo los muebles? “¿De quién es el patrimonio?”, es la pregunta clave que daba título a un encuentro internacional organizado la semana pasada por el Banco de la República, una de instituciones más influyentes de Bogotá.
¿De quién es? ¿Se puede vender impunemente cuando es público? Parece preciso pensar qué está ocurriendo en demasiados lugares, pues se trata de una actitud que quizás habla, sobre todo, de un descrédito de la cultura por parte de los poderes que, tal vez, tiene también que ver con los cierres de los cines y de la librerías en un mundo que está cambiando rápido y que, como dijo Montaigne después del descubrimiento de Brasil, queremos abrazar, si bien nuestros brazos atrapan sólo aire.