¿El final de los libros?
Sócrates no dejó una sola línea escrita; de Jesús de Nazaret sólo nos consta que dibujó unas frases inscritas con una rama sobre la arena, aunque nadie (San Juan, en este caso, que fue el narrador de la escena en el pasaje del juicio a la mujer adúltera) tuvo la cortesía de tomar nota de qué palabras eran, ni en qué idioma estaban escritas, así que aquel texto se perdió para siempre.
Se puede vivir sin textos escritos, perfectamente... Igual que no es posible vivir sin música, pasar por la tierra sin una melodía en la cabeza. George Steiner hace recuento de estas tres paradojas en 'El silencio de los libros', un pequeño ensayo que ha editado Siruela en compañía de 'Ese vicio todavía impune' de Michel Crépu.
Las 60 páginas de El silencio de los libros son, entre otras cosas, la historia de la persistencia de una cultura oral, contraria al libro, durante 5.000 años. Una tradición que, por supuesto, hace parada en el sacco di Roma, en el incendio de la Biblioteca de Alejandría y en las hogueras de los nazis en Múnich... pero que no es sólo la historia de la anti intelectualidad. Piensen en los filosóficamente admirables Jesús y Sócrates, por ejemplo.
«Sócrates y Cristo fueron partidarios de la enseñanza oral, pero ambos fueron lectores: tenemos buena documentación que refiere el interés de Sócrates por textos de Parménides, Gorgias o Heráclito; y Cristo dominaba muy bien la Torá hebrea. Ambos personajes, de forma curiosa, fueron conocidos por los libros que escribieron sobre ellos como los Diálogos de Platón o el Nuevo Testamento. Su hostilidad a la escritura está en la base de toda enseñanza esotérica e iniciática: postulan que la verdadera palabra es sagrada, divina, irrepresentable, es una presencia en sí misma transformadora que debe ser asumida de forma mística y liberadora. Lo curioso es que esta misma idea es la base de los textos sagrados de las principales religiones del libro».
El que habla es el escritor venezolano Fernando Báez. En su currículo destacan Historia de la antigua biblioteca de Alejandría y Los primeros libros de la humanidad (editado en España por Fórcola), cuyas historias se cruzan en varias esquinas con la tradición de los enemigos del libro.
¿Los primeros ataques razonados contra el libro? «Hay muchos, pero me gustaría recordar dos ejemplos orientales», explica Báez. «En China, uno de los consejeros del emperador Zhi Huang Di, llamado Li Si, el filósofo más original de la escuela legalista, propuso la destrucción de todos los libros que defendieran el retorno al pasado, lo que, en efecto, sucedió el año 213 antes de Cristo. Esto, por desgracia, no era nuevo, pues en el Tao Te Ching, el venerable Laozi, más conocido como Lao-Tse, había propuesto: 'Eliminad a los sabios, desterrad a los genios y esto será más útil al pueblo'. Asimismo escribió: 'Suprimid los estudios y no pasará nada'».
O lo que es lo mismo: la broma del intelectual que se dice anti intelectual es más antigua que la Muralla China. Pero, para los que sólo sabemos unas pocas vaguedades sobre Lao-Tse y el taoísmo, hay ejemplos más cercanos. El romanticismo y la literatura socialista.
Steiner toma los dos casos. En el ejemplo de los románticos, todo viene de «la utopía pedagógica de Rousseau en el Emilio, en el diktat goethiano» y después continúa en «el pensamiento de Wordsworth cuando afirma que el 'hálito de un bosque en primavera' vale mucho más que toda la erudición libresca». No es complicado entender la idea: «Todo el romanticismo está habitado por este culto a la experiencia personal, lo mismo que el vitalismo de Emerson». Cualquier clase de bachillerato en la que el adolescente libresco del grupo recibe el desdén de sus compañeros tiene que ver con esa idea. ¿Quién no lo ha visto?
¿Y los socialistas? «En Rusia», escribe Steiner, «los poetas futuristas y leninistas hicieron un llamamiento a la destrucción por el fuego de las bibliotecas». Piensen en Vladimir Maiakovski, con su esqueleto de boxeador, repasando en algunas de sus performances a los poetas rusos burgueses de la generación anterior, imitadores tristes de los simbolistas franceses: «Mierda, mierda, mierda...». Maiakovski tenía la soberbia de aquel que se creía el hombre nuevo y se sentía, además, cargado de toda la razón histórica de la Revolución.
¿Y si tuvieran razón? En realidad, el ensayo de Steiner se puede contar con una pregunta: ¿ha sido la cultura escrita, su triunfo sobre la cultura oral, una herramienta para la perpetuación del poder o para la liberación de las personas? «Hay que aclarar algo», explica Fernando Báez. «El ser humano deriva de especies con unos siete millones de años de antigüedad, pero en particular fue el Homo Sapiens quien elaboró muestras de escritura hace apenas unos pocos milenios. Nos parece que la historia del texto escrito es infinita, pero ocupa apenas el 1% de nuestra evolución porque el 99% es prehistoria hasta este momento. La formación de las ciudades y los imperios, es decir, la integración de un número considerable de individuos en un sistema político, y su jerarquización en castas y clases es paralela a la de la escritura», explica Báez. «Produce mareo pensar en sus costes en términos de poder".
Francesca Serra, crítica literaria italiana, publicó en España hace un año el ensayo Las buenas chicas no leen novelas (Península), una historia de la literatura contada como un problema de género. Llegados a este punto, se une a la discusión: «El libro, como todos los inventos culturales y tecnológicos de la Humanidad, puede ser tanto un instrumento de progreso como de poder. Muchas veces, se ha empleado como bandera del progreso para usarlo como una herramienta de poder. La historia del libro como el gran instrumento de emancipación (másculina y femenina) es real, merece ser contada. Pero no contada como una retórica triunfal: hay partes ambiguas y oscuras de esta historia. Por ejemplo, cuántas veces y con cuánta energía se ha empleado el prestigio de la cultura escrita para censurar y manipular».
¿Y el hecho de que el libro se haya convertido en un bien de consumo, más bien devaluado en los últimos tiempos? «Sin duda, el libro nació como una mercancía, en el sentido más amplio del término, y también progresista: la invención de la imprenta fue percibida como la tragedia de su tiempo, pero, en realidad, había un principio de democratización allí. Si el libro no se hubiera convertido en una mercancía entonces, ¿dónde estaríamos hoy?», explica Serra. «Así que, desde cierto punto de vista, la vulgarización del libro a la que estamos asistiendo en el último medio siglo, es el cumplimiento de su destino inicial, hecho que quizá conduzca a su autodestrucción».
Ahora falta por saber si nuestra mudanza de los libros a las pantallas cambiará esta historia de liberación y dominio. «Siempre hay una competencia feroz entre las culturas. Es una cuestión de supervivencia: mors tua, vita mea», explica Serra. «El espacio público es muy limitado y para quedarse con el premio hay que estar dispuesto a contar historias más tremendas que las de los competidores: qué comen los niños, qué pervierte a las mujeres y qué arruina a la sociedad... Al libro le reprocharon ser portador de los mismos horrores que hoy nos hacen mirar con desdén a las pantallas. En realidad, son los intentos desesperados de supervivencia de la cultura perdedora. Hay un refrán italiano: «morto un re se ne fa un altro». Eso suena a lo de «a rey muerto, rey puesto», «non è vero»?
Fuente El Mundo (LUIS ALEMANY | Madrid): ¿El final de los libros?...