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Picasso: lechos de lienzo y espinas

Picasso: lechos de lienzo y espinas

De las numerosas amantes del genial artista, sólo una logró mantenerlo a su lado durante más de 20 años, Jacqueline. De aquella relación escribe Juanita Dupont, sin olvidar la influencia en su obra de las otras compañeras.


El alcance de la obra de Picasso tiene también en las mujeres que amó otra de las claves de su aventura salvaje. Cada una de las etapas de su vida (y de su pintura) lleva el nombre de una amante adosado. Siempre más jóvenes. Y más altas. Y más hermosas. Y, una a una, a su manera, igualmente destruidas. «Después de Picasso, sólo Dios», aulló Dora Maar años después de que el artista la abandonara. Y aquella exclamación, como escrita con los nervios, podría ser el lema de una fascinación de orden patológico que explica de otro modo la calentura de los amores de Picasso, el extremo feroz de sus seducciones.


Desde Fernande Olivier (primera gran pasión parisina) hasta Jacqueline Roque (su última compañera y su segunda mujer legal), es posible hacer ruta por uno de los legados plásticos más poderosos del siglo XX. La última de las compañeras del artista, Jacqueline, es la testigo principal no sólo de la gloria definitiva del pintor, sino de su enigma final. Así lo cuenta una de sus amigas de entonces en un libro revelador sobre la vida de aquella pareja compacta: 'La verdad sobre Jacqueline y Pablo Picasso', publicado por la editorial Elba.


Picasso lo fue todo en el arte. Y lo fue a solas, sin compañeros de viaje. Un tipo capaz de vampirizar el aire. Hizo propio aquello cuanto tocó con las córneas. Fulminó escuelas y academias. Reinventó su mundo varias veces y nunca dejó de ser Picasso. Incluso cuando trabajó contra sí mismo. Y siempre con una mujer cerca. Una dama como bujía. Un mascarón de proa como motor de explosión. Una víctima del voltaje imprevisible de aquel tipo inflamable.


Las mujeres para Picasso no son adorno, ni acanto, ni voluta, sino la aguja imantada de una brújula muy loca, muy extrema, con un sólo norte posible: él mismo. Cada uno de sus amores indicaba un cambio, un golpe de timón, una nueva búsqueda, un camino inédito en el que el pintor iba a entrar como el buen salvaje, sin dios ni amo.


En 1903 conoce a Fernande Olivier en el portal de Bateau Lavoir, su primer estudio en París. Picasso llevaba en brazos un gato y pintaba figuras azules de un patetismo inclemente. Fernande era hermosa y de ojos claros. Dulce y flaca. Con ella comenzó la etapa rosa y de ahí, el camino de la vanguardia, la aventura del cubismo que alcanza su cumbre en una tela prodigiosa, osada y loca para ser 1907: 'Las señoritas de Aviñón'. Cuando André Derain se encontró con el marchante suizo Daneil-Henry Kahnweiler le auguró un presentimiento terrible (y fallido): «Un día veremos a Pablo ahorcado detrás de su gran cuadro».


Pero aquella pieza inauguró el porvenir de Picasso, al que asistía Fernande en primera fila. Ella soportó el frío y la insalubridad del Bateau Lavoir, las inclemencias emocionales del artista, sus celos, las noches infinitas de opio y vino malo en los cafés o en el chiscón donde vivían, con las visitas de Apollinaire, Max Jacob, André Salmon, Paco Durrio y Marie Laurencin como gamberros inagotables. Pero la fiesta, como siempre, se torció. «Fui su compañera fiel en los años de pobreza cuando él no era nadie, pero no supe serlo en los años de prosperidad», escribe en 'Picasso y sus amigos', el libro donde vuelca su relación de siete años de ferocidad.


Fernande y Picasso se separan. El pintor le ha levantado la novia a otro artista, el polaco Marcoussis. Era Eva Gouel y en algunos cuadros cubistas aparece retratada como Ma jolie.De 1911 a 1914 se mantienen, más o menos, juntos. Sigue el cubismo. Es la vanguardia. Es Montmartre y las tardes perdidas en el Circo Medrano. Es la absenta. Pero también la I Guerra Mundial y el alistamiento de tantos amigos. Y la muerte de Eva en diciembre de 1915.


Picasso abandona el cubismo. La desaparición de 'Ma jolie' le afecta como no tenía previsto. Y bajo esa intemperie su pintura se fue modulando. Entre amantes pasajeras y excesos tóxicos aparece Olga Koklova y se clava en un costado el ancla del barco ebrio de Picasso. Fue su primera mujer con papeles. Bailarina en los ballets rusos de Diaghilev. El pintor malagueño había realizado, por sugerencia de Jean Cocteau, los decorados para las representaciones de Parade. Y allí, en aquella algarabía, estaba Olga: expresiva, distante, noble de cuna, escasamente impresionable, dotada para la elegancia y con propensión a la alta burguesía.


Picasso inauguró el periodo más clásico de su pintura. Aquella vida de fiestas a bordo de chaqués almidonados y gentes de vanidad inagotable desactivó su instinto de perro callejero, de catador de tabernas agrias. Aquella vida absurda (absurda para el temperamento del artista) convirtió su relación con Olga, poco a poco, en una batalla de mucha artillería emocional. Y en 1925 pintó La danza, una tela inquietante donde las dos figuras protagonistas tienen algo de extremaunción de sí mismas, de desintegración inevitable. «Soy Olga Koklova. Soporté al genio con cariño durante más de 12 años. Fui legalmente su primera esposa y como a casi todas, me abandonó». Jacqueline, muchos años después, se encargó de que en la tumba de Olga, en Cannes, no faltaran flores frescas.


El prestigio de Picasso, a finales de la década de 1920, era fastuoso. Empezaba a tomar hechuras de icono. Una mañana, caminando frente a las Galerías Lafayette de París, aparece Marie-Thérèse Walter: rubia, sueca afincada en París, 17 años, sensual, atlética. Era 1927. Regresa al color. Un color más maduro, más adulto por dentro, más entero. Marie-Thérèse es la pasión sexual de Picasso, que adquiere el castillo de Boisgeloup y le dice: «Es para ti». La misma promesa que le hace a Olga, madre de su hijo Paulo.


Con Marie-Thérèse comienza una relación furtiva. La retrata compulsivamente. Ella inicia el periodo matissiano de Picasso, que tiene ya 45 años. La intensa naturaleza sexual de la relación está desplegada en numerosas piezas, como 'Fauno observando a una mujer'.


De nuevo el genio devorando a su presa. Y nace Maya, la hija de ambos. Y aparece Dora Maar, la enigmática Dora, a la que conoce en el Café de Flore mientras ella punteaba su mano con un pequeño cuchillo para estrago de los espectadores. Picasso, intrigado, se acercó a pedirle uno de sus guantes ensangrentados y echaron a volar. Es 1936 y Franco inicia el levantamiento militar contra la República legítima. Picasso vuelve a su tiniebla, a su transición de un amor a otro, a las despedidas... A cada una de sus compañeras les dejaba una colección de obras y dibujos. El depredador pagaba en especias la locura que generaba.


Dora, singularísima fotógrafa, documenta la evolución del 'Guernica'. Es testigo del encargo y del trabajo de Picasso en la más universal de sus telas. Su fama (el prestigio ya estaba asentado) crece sin tregua. Ella, trágica y desgarrada, pasa lentamente de amante a víctima. De 1936 a 1943. Los retratos que le hizo en ese periodo, llenos de crispación, aventuraban no sólo un nuevo estadio de la pintura del genio, sino la huella de su relación. Tras el fin llegó para Dora la locura. Y tras la locura, el abandono, la nada, el extravío.


Es el momento de pasar a otra mujer. A otra forma de pintar. A otro modo de devorar. «Soy Françoise Gilot. A Picasso le di dos hijos, Claude y Paloma. Compartí mi vida con él durante nueve años. Queriéndole con locura, fui la única que lo abandonó». Es 1943. El artista tiene 62 años. Françoise, 23. Aún estaba con Dora y mantenía contactos con Marie-Thérèse con la excusa de visitar a su hija Maya. El triángulo era extraordinario.


Al acabar la II Guerra Mundial se instala en la Costa Azul con Gilot. Allí comienza a pintar haciendo del Palacio Grimaldi su taller. El color del mediterráneo, las formas voluptuosas, la luz de la costa y el mar se instalan en su pintura como un pabellón de reposo. Y allí se cruzó un nuevo exvoto hembra para la voracidad del pintor, Genevieve Laporte, «la chica de los miércoles», con quien establece una extraña relación furtiva que se mantendría durante varios años. Picasso pinta con apetito desbordado. Es un tótem. Pero a compás de su fama crece su desdén contra quienes le rodean. «No estoy dispuesta a pasar mi vida junto a un monumento histórico. Es insoportable», escribió Gilot en un libro memorable, Vida con Picasso. Un día decidió dejarlo todo atrás y escapó.


Genevieve ocupó el sitio. Fue el exorcismo de Picasso ante su primer (y único) abandono. La Costa Azul era ya su imperio de forma y de color. Y entonces la joven Jacqueline apareció. Vuelve a cumplirse la sentencia de Cortázar, una vez más: «Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos». Tenía 27 años. Picasso, 47 más. «Has entrado en sacerdocio. Me llamarás monseñor», dicen que le dijo el artista. Jacqueline fue la musa de la extraordinaria serie de El pintor y la modelo. Amante, secretaria, cancerbera, ama de llaves, enfermera, cortafuegos. Pasó 20 años con el mayor genio del arte del siglo XX. Fue su administradora de entusiasmos, todo al dictado del viejo fauno, del macho cabrío, del cruel y desmesurado hombre que había volteado la pintura. En esos años últimos, Picasso trabaja como si no hubiera un mañana.Jacqueline es el signo zodiacal de su libertad. Trabaja la cerámica. Pinta. Modela. Atiende a los amigos (el reaparecido Cocteau, Alberti, Luis Miguel Dominguín, Arias, Gustavo Gili, David Douglas Duncan, Frederic Rosiff...). Va a los toros y acepta un homenaje universal por su 80 cumpleaños en el que participan 4.000 personas llegadas de todas las esquinas del mundo.


Jacqueline cuida de Picasso en La Californie, en Notre-Dame-de-Vie (Mougins), en el castillo de Vauvernages... Es la tapia infranqueable para los centenares de admiradores y fotógrafos que se agolpan a las puertas de las casas. Y fue su modelo infatigable. Pasaba horas y noches viendo al artista pintar. El viejo minotauro priápico se alimentó hasta el final de las proteínas de los cuerpos ajenos. Pronto descubrió que no tenía una forma de hacer, sino que él era una de las formas de la pintura. Y mujer a mujer fue avanzando en la expedición de ser el más feroz de los artistas. Se casó con Jacqueline en 1961, cuando falleció Olga. El divorcio habría supuesto partir en dos su fortuna.


Picasso murió el 8 de abril de 1973. Jacqueline durmió esa noche junto al cadáver. Le dieron tierra envuelto en la capa española de la casa Seseña que ella le había regalado, al pie de la escalera de entrada al castillo de Vauvernages. Muy a solas. «No quería que el Partido Comunista se aprovechara de la muerte de mi marido». Jacqueline se suicidó el 15 de octubre de 1986.Sin Pablo no había motivo para seguir. Fue la última mujer que lo abrazó dejándose extraer el alma.


Fuente El Mundo (ANTONIO LUCAS | Madrid): Picasso: lechos de lienzo y espinas...
Compartir | Recomendar Noticia | Fuente: El Mundo (ANTONIO LUCAS | Madrid) | Fecha: 01/04/2014 | Ver todas las noticias



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