El alegato humanista de los Nobel
Con gesto cansado, Tomas Tranströmer escuchaba ayer en la ceremonia de entrega de los premios Nobel en Estocolmo el elogioso discurso de su amigo de juventud, Kjell Espmark, miembro de la Academia Sueca. Nunca parecieron cómodos ni él ni su poesía entre las estrechas fronteras del frac y otros protocolos. Entonces, Espmark dijo: "Querido Tomas". Y le invitó a recoger el galardón. Empujado sobre su silla de ruedas, se encontró en el centro del escenario con el rey de Suecia, le pasó la mano por el hombro y se liberó en su rostro una contagiosa risa.
El auditorio del Concert Hall estalló entonces en aplausos. Sonó Schubert y Tranströmer y su mujer, Monica, inseparable desde aquel ataque cerebral que arrebató al poeta el habla en 1990, sollozaron discretamente. Y por un momento pareció posible el triunfo de la literatura de un hombre solo, de un escritor ante las inmensidades más cercanas: el yo, la realidad y la naturaleza. Alguien que a base de contarse a sí mismo -en un incansable "viaje al centro de las cosas", en las palabras de Espmark- ha conseguido explicarnos lo inexplicable, nada menos que el mundo, durante medio siglo de poemas llenos de "condensadas imágenes translúcidas", como las describió el fallo del jurado.
Tres físicos enfrentados a la inasible certeza de que el universo quizá nunca acabe de expandirse; un químico perdido al final de su microscopio de electrones en un mundo desconocido de microcristales; dos profesores en busca de explicaciones al comportamiento de la inflación y el desempleo en las agitadas aguas de la macroeconomía; y un grupo de médicos que estudian el sistema inmunológico y su guerra contra los virus, el mayor de los ejércitos, completaron la nómina de los laureados en una emocionante ceremonia cuyo relato adquirió la forma de un inesperado alegato humanista
Aunque para entonces la música ya sonase familiar. Por la mañana, las liberianas Ellen Johnson-Sirleaf y Leymah Gbowee y la yemení Tawakkol Karman habían recibido en Oslo el Nobel de la Paz en nombre de todas aquellas mujeres que se engrandecen cada día para enfrentarse a la desigualdad y sus infinitos tentáculos.Fue un hombre de ciencia, Sven Lidin, académico encargado de presentar el premio de Química al profesor Dan Shechtman, quien sirvió la metáfora newtoniana que subrayaba esta idea: "Somos como gnomos a hombros de gigantes, de manera que podemos ver con más claridad que ellos y adivinar cosas a una mayor distancia"
Acaso no por casualidad, uno de los momentos más emotivos de la ceremonia diseñada al milímetro tuvo que ver con la más tozuda de las contingencias humanas. Llegó durante la recepción del Nobel de Medicina, compartido por Bruce Beutler, Jules A. Hoffman y Ralph M. Steinman. El último, muerto pocos días antes de darse a conocer el fallo, estuvo representado por su viuda. Investida de la dignidad del luto, recogió el premio, quién sabe si con la certeza de lo inútil de dejarse cegar por la vanidad los reconocimientos
Eso parecía aconsejar también la burlona sonrisa que Tranströmer dirigió al auditorio para marcar el fin de la ceremonia. Entonces, los 1.250 invitados se dirigieron al banquete, prestos a descifrar la segunda incógnita del día: la configuración del menú con el que serían obsequiados. La primera fue el color de las 8.000 flores (lirios, rosas o jacintos amarillos, rojos y naranjas) que envía cada año la provincia italiana de Imperia, donde Alfred Nobel, inspirador de todo esto, murió en San Remo tal día como ayer hace 115 años.El aniversario amaneció exactamente como lo imaginó en 1954 Tranströmer, poeta de la premonición que escribió sobre la parálisis del lado derecho de su cuerpo 16 años antes del derrame que le provocó la afasia. La descripción meteorológica procede de Epílogo, último de los 17 poemas de su primer libro: "Diciembre. Suecia es una extenuada / barca en tierra. Sus ásperos mástiles, / contra el cielo del anochecer".
De esa oscuridad invernal surgieron los helicópteros policiales, que permanecieron suspendidos sobre la ciudad, quietos como libélulas atónitas, mientras los agentes peinaban con sus perros las inmediaciones del Palacio Real y el Ayuntamiento, en cuyo salón azul, que lució rematadamente rojo, se celebró el banquete. Esta vez era algo distinta: varias manifestaciones se convocaron a favor y en contra de que Suecia sea "solo para los suecos" y obligaron a dibujar grandes rodeos para sortear los cordones policiales.Tampoco se cumplió la tradición que dicta que en el banquete los premiados, fundamentalmente los literatos, se despachan con un discurso de enjundia. En esta ocasión tuvo que pronunciarlo Monica, esposa de Tranströmer. Nada grave; está acostumbrada a interpretar las palabras del escritor.
Y por una vez el galardonado permaneció allí, escuchando, erigido en un raro ejemplo en estos tiempos de verborrea desesperada. O como escribió el propio poeta en una de sus más bellas piezas -De marzo del '79, incluida en El cielo a medio hacer (Nórdica)-: "Cansado de todos los que llegan con palabras, palabras, pero no lenguaje, / parto hacia la isla cubierta de nieve. / Lo salvaje no tiene palabras. / ¡Las páginas no escritas se ensanchan en todas direcciones!".